Jorge Etcheverry
La última idea que se me ocurrió esa mañana no hubiera
sido considerada como una idea seria por ningún filósofo o no tanto que creyera
que los hombres son autónomos, son los sujetos de su historia o sus acciones,
en un mundo básicamente armónico y orientado hacia adelante, hacia un futuro
prometedor, en que por fin nuestros hijos o los hijos de nuestros hijos, vivirán
liberados hasta de la última gota de ignorancia. Alguna vez, en una época
pasada, a lo mejor la Edad Media, un renombrado filósofo y teólogo, siguiendo a
Aristóteles había proclamado esa doctrina, en medio de la pestilencia de las
hogueras en que se consumían los difuntos por la peste, o se retorcían las
brujas dando alaridos. Lo que pasa es que yo en mi país natal enseñaba
filosofía, a nivel secundario y estaba empezando a hacerlo a nivel
universitario. Antes de tener que salir por la fuerza de las circunstancias y
después de varias intentonas fallidas que no voy a mencionar, vine a dar a
Canadá después y a raíz de las luctuosas y ya tan bien conocidas alternativas
del golpe militar de 1973 en Chile ya hace 50 años.
Porque la idea que se me vino a la cabeza mientras me
tomaba su café era a la vez una maravilla de lógica implacable y un disparate,
nacido de esa misma lógica—quiero creer—tan
perfecta como fría. Podemos
suponer que un jurado tan benevolente como comprensivo podría haber absuelto a
este sujeto que escribe, en realidad un ex sujeto, o quizás—claro que no es
raro que piense así, ya que conozco a Marx, por supuesto, y soy más bien
determinista—a alguien que nunca ha sido sujeto, y que llevado por el
espectáculo atroz y descorazonador, pero también bastante cómico, de la marcha
del mundo en esta tercera década del siglo veintiuno, si se sigue la cuantificación
oficial de la historia según el mito cristiano, y que se debate buscando
soluciones para el estado de cosas, soluciones que de antemano uno sabe de
manera implícita que nunca lo van a ser, ya que no salen de las paredes
viscosas de la cabeza, ni se extiender más allá del alcance de las personas
sentadas conversando en un café, a orillas de un lago, en el verano, echados
para atrás en sus sillas de reposo, o en un salón cualquiera de esta ciudad en
este país a la postre bastante tranquilo y opulento y que simplemente parecen
existir.
Hay un tipo de persona que para poder efectuar lo
anterior, es decir existir, tiene al menos que saber a qué atenerse. Ese tipo de personas le tiene un miedo
terrible al caos, al desorden. Por mi constitución
quizás delicada, o que parece delicada, carezco de la proclividad a pasarme el día
ordenando papeles, lavando loza sucia, barriendo o pasando la aspiradora,
planchando o lavando ropa, etc, contestando mensajes telefónicos, el anticuado
correo, y ´porqué no decirlo, hasta los textos en el celular, los aials. Todavía
existe gente que escribe o manda revistas, libros, notas, y que espera que uno le
contesten en forma rápida, mediante el anticuado papel o pluma, o lápiz—esa
cosa retro que está volviendo—o a través de las computadoras o los teléfonos
celulares, el correo electrónico. Y ese
miedo al caos que mencionábamos anteriormente no es en absoluto escaso en este
medio, ya que aqueja a muchísima gente, y—cosa bastante natural—se liga muchas
veces a una lógica bastante rigurosa de parte de los afectados. Después de todo, la lógica, la razón, aunque
sean intentos embrionarios y elementales, constituyen formas que tratan de
ordenar el caos que dichos individuos sienten que los amenaza por todas partes,
cosa que muchas veces se asienta en acontemientos vividos todavía presentes en
la memoria de quien se trate.
Porque en mi caso personal ese miedo al caos, al
desorden—que un facultativo etiquetó como un síntoma de mi post traumatic
stress disorder (PTSD) —todavía está vigente, y es ratificado por mi casi
escualidez física que implica vulnerabilidad—que sin ambargo a medida que avanza la edad se va convirtiendo
en virtud, los flacos vuelven a estar de moda—ese temor se ve temperado con la
memoria subliminal, pero no tanto, que acecha desde los bordes del cuadro
organizado de la vida cotidiana, y le proporciona como quien diría un telón de fondo,
previo, unos antecedentes, un paisaje más o menos como lo que sigue y que
terminó en un trauma aún presente pesa al paso de 50 años:
Cuando era joven y frecuentaba las aulas universitarias en Chile yo estaba
aún lejos de imaginar lo que se escondía realmente detrás de palabras tales como
Imperialismo, Tortura, Represión. Los Partidos de Izquierda gozaban de una
posición a todas luces envidiable. Los personeros de partidos políticos casi
imposibles en otras latitudes perfeccionaban su capacidad oratoria en foros
tales como la Televisión Estatal, las universidades, el Congreso. La Democracia
como una madre de vasto regazo protegía a sus hijos a veces desaforados. Como
cualquier Hijo de la Clase Media que disgustado del ambiente social y familiar
buscaba una especie de trascendencia, me enrolé en uno de los más nuevos y
radicales grupos de la Izquierda de los Sesenta. La década se abría como una
Flor Multifacética en el Cielo del País, reflejando como en un espejo la Luz
Lejana de los Movimientos Guerrilleros que después de la Revolución Cubana
brotaban en todos los Países Latinoamericanos. Puñados de jóvenes de Clase
Media, profesionales y brillantes, incluso a veces bien parecidos, lograban a
veces casi imposibles alianzas con elementos obreros, campesinos, indígenas. La
Izquierda Más Establecida, con otro origen, miraba con hostilidad e ironía esos
brotes juveniles.
Pero en ese entonces desde la historia las figuras de Manuel Rodríguez y
José Miguel Carrera creaban alas y proyectaban halos desde los textos escolares
de la primaria. Ganaban terreno frente a la figura vetusta y rechoncha, más establecida
de O’Higgins, que acuñaba a la República desde el dibujo magro de las chauchas—monedas de un centavo—y volvían a alzarse en los sueños de mis Compañeros de Generación,
hombres y mujeres, la vista clavada en el horizonte, la melena al viento.
Pero el nuestro era un sueño de niños locos. En lo que respecta a
nuestra manutención, algunos aún vivían bajo el alero de la familia. Los más,
como yo, comenzaban con horas de clase en un liceo—estudiaba Pedagogía en Filosofía y Castellano— o en colegios
particulares o tenían—como en mi caso—alguna
ayudantía en la universidad. Pese a que las posibilidades de un futuro estable
comenzaban despaciosamente a cerrarnos la puerta en las narices, había una
cierta facilidad para vivir. Todos olían la Era que sucedería a la que se
cerraba con los democratacristianos. La atmósfera que bañaba el país era como
el techo de un invernadero sobre el que cayera cierto granizo histórico. Yo
empezaba a encaminarme por un futuro profesional que parecía seguro, conocía e
intimaba con la que habría de convertirse con el paso del tiempo en mi mujer. A
la vez ese proceso tocaba o incluía, como una mancha de aceite, a todos mis
amigos, y más allá, nuestro grupo, incluso nuestra generación.
Las atrocidades cometidas por organizaciones nacionalistas o
anticomunistas en el extranjero nos llegaban tamizadas, se veían como algo
remoto y contrario a esa embriaguez general de una vida todavía y sin embargo
empezando a florecer, sabemos ahora, bajo plazos que se acortaban. Se hablaba
de nuestra especificidad: el país no es un suelo para golpes de estado ni
revoluciones sangrientas. La ACHA—Acción Chilena Anticomunista—era un grupito
lamentable de militares retirados. Las historias de la revolución española—en
que mi padre como tantos otros había combatido bajo los colores
republicanos—tenían para nosotros un tinte antiguo y romántico. Me reclinaba
por horas en casa de mi novia en un pueblo del NORTE CHICO leyendo colecciones
de los años treinta de la revista Para Ti, período que desde una nostalgia no
vivida yo asociaba con la revolución española. La voracidad intelectual nos
llevó incluso a las páginas del historiador Vicuña Mackenna, a asomarnos al
espanto de la Guerra a Muerte, que en los 1979 decretó la muerte de los niños
araucanos mayores de 8 años. Las Alamedas entonces eran amplias y me permitían
mezclar mis incipientes labores docentes con la militancia de vanguardia y la
frecuentación de los libros de Eliphas Levy, Gurdieff, Ouspensky, Scott Elliot
y Meyrink, junto a Debray, El Diario del
Ché en Bolivia, el Pequeño manual del Guerrilero Urbano de Marighella. La
atmósfera del país era como un lujo que permitía la cohabitación de muchas
mujeres con un mismo hombre, o viceversa, como diferentes estilos de amoblados
en un mismo cuarto. El Canto de Gallos y Pájaros en las madrugadas abría un
horizonte que no estaba limitado por las montañas (cercanas). No sé si esa
sensación es a lo mejor algo que todos los jóvenes a esa edad sienten al
despertar a la vida social, amorosa, cultural o política, o era señal de una
evidencia de que la estructura fijada desde tiempos inmemoriales por la
historia iba a abrirse como una naranja podrida.
Y por esa época comenzaban a hacerse populares en nuestro medio los
futurólogos, principalmente divulgados a través de artículos. Algunas
interpretaciones descarnadas de la historia comenzaban a hacerse conocidas,
siempre de manera marginal. Hay que aclarar que por entonces tuve acceso a
revistas extranjeras de una circulación restringida, porque estaba metido en la
editorial de una revista de poesía. Además siempre me fijaba en pequeñas notas
en magazines y diarios de circulación extendida. Estas especulaciones se
mantenían lejos del Pensamiento General. Pero también teníamos una suerte de
optimismo en parte justificado por la tradicional solidez de nuestras
instituciones, pese a estar radicalizándonos hasta hacer esporádicas prácticas
de tiro no creíamos en el fondo que la sangre iba a llegar al río, al pavimento
de las calles, a salpicar las paredes. O quizás estaba presente otro animal
sanguinario junto a los animales emblemáticos, con el cóndor y el huemul de
nuestro escudo nacional, y además a su sombra, el avestruz, que dicen que
entierra la cabeza en la tierra en circunstancias desacostumbradas o
peligrosas. Los libros relativos a la Revolución Española desaparecían
misteriosamente de los anaqueles de las bibliotecas. Si alguna discusión existía respecto a la
inminencia del Golpe en esos días del Gobierno Popular se reducía a las Altas
Esferas, a los Círculos Internos de los diversos partidos. El caso brasileño de
la década pasada tampoco era apreciado en su evidente paralelo con nuestra
situación. Algunos días después de la elección de Allende, la organización en
que militaba produjo un panfleto a nivel universitario anunciando la
inevitabilidad (inminencia) de un golpe. Éramos un grupo de agoreros cuyos
planteamientos fueron pronto descalificados. Estos años eran rápidos y
frenéticos.
Ahora que hago una pausa para fumarme un cigarrillo, el primero, en esta
mesita en la que como está afueran en la terraza, es la única parte en que está
permitió fumar, en este otro país y a lo mejor ahora en el que me vio nacer
haya una situación parecida, devaneo un poco a cómo es ese fenómeno universal
que hace que los lugares originarios, los países, barrios, etc., se queden
indeleblemente asentados en la memoria, aunque la lógica nos dice, en todos
estos nuevos lugares en que hemos elegido o nos hemos vistos a residir, que es
seguro que las cosas han cambiado por allá y que a lo mejor son cada vez más
parecidas a lo que hay aquí, a eso lo llaman la globalización. Y me acuerdo a
fines de los sesenta haber discutido con un amigo y compañero de lucha en los
Jardines del Pedagógico, “Mira, Maestro, desde fines del año pasado la Huelga
General, parece que la cosa se está moviendo más rápido. No hemos tenido un
momento de respiro”. El Maestro se saca los anteojos y los limpia con un ademán
automático, que junto a su cara grave y manera conservadora de vestir lo hacían
parecer bastante más viejo y dice, “Parece que los días tranquilos los estamos
dejando definitivamente atrás. El Dantón y el Álvaro salían en ese momento del
Departamento de Geografía con unos pósters que plantaron en las paredes, una
compañera de abundante cabellera y rizada, con piernas preciosas, los iba
untando por detrás con engrudo. Y rememoro y veo a otra joven, casi con ese mismo
pelo, acá en este otro hemisferio, a décadas de distancia. El cielo se tachona
con las bandadas de gansos que en esta época emigran hacia el Sur de donde provenimos.
El Maestro era uno de esos jóvenes intachables y estudiosos que parecen
encontrarse muy a gusto en el tipo de vestimenta que usan sus padres. Adelantan
un poco el reloj, unos años, y encajan en los hábitos y apariencias de la
madurez. En nuestro (mi) país, el peso de la imagen del varón adulto y su
indumentaria es algo serio. Con una tez morena y grisácea, de rasgos finos y un
pelo siempre peinado con abundante gomina, poseía dos ojos sensibles y grandes,
que relumbraban con un fuego tranquilo en las grandes ocasiones, estando por lo
general revestidos de un fulgor opaco. Pese a su delgadez y (suponemos) fragilidad, imponía respeto y
emanaba de él una sensación de fuerza tranquila. Esas cosas uno las veía y
registraba al pasar, con el ángulo del ojo. Ahora las veo pasar de nuevo y las
analizo, un poco esfumados los detalles en la memoria. Quizás podría ponerle una
cruz a la derecha encimita del nombre, si es que no sobrevivió al Golpe o a la
represión ulterior. Lo que importa señalar es que quizás esa persona concreta e
individual que uno conoció por años, sin intimar, porque uno intima con algunos
y con otros no, dependiendo del círculo, intereses, etc., fue barrida, y que
cada uno de los torturados o muertos era real y particular para cada uno de los
que los conocieron. Sé que tiene un primo en Montreal y que a lo mejor todavía
está vivo, arreglándoselas de alguna manera, haciendo quién sabe qué cosa.
Quizás lo que pasa es que nosotros fuimos formados en un ambiente en el cual la
Persona Individual importaba, en un sentido más o menos modernista, claro. Los
Grandes Cataclismos Naturales y Sociales borran individualidades por miles. En
el vecino país de Bolivia, alrededor del sesentaicinco, los hijos de los
hacendados salían en helicópteros a caza indios por deporte (eso me lo dijo
Mabel, una niña chilena que vivía en Bolivia, con que salí algunas veces, en mi
ya lejana juventud). Otra opinión muy objetiva y racional, pero muy difícil de
asimilar incluso para alguien como yo, que en su momento y hace décadas, enseñó
filosofía, sería que “después de todo, todos nos vamos a morir algún día, que
pase antes o después, en forma masiva o individualmente, las circunstancias
mismas, no alteran el hecho en lo más mínimo”. Pero pese a que lo hemos
intentado, nunca hemos podido hacernos carne de este tipo de razonamiento, que nos podría ayudar a sofocar las memorias subyacentes en estas décadas.
Y volviendo a eso del miedo, creo que una tal
percepción de la realidad no tiene nada de extraño, y que quizás denota una cierta
adecuación con el estado de cosas—o los estados de cosas—y no es que esté
tratando de disculpar la neurosis o la paranoia—la persecuta, como la
llamábamos en nuestros tiempos militantes, en nuestro terruño—sino que sería
más o menos normal dado que la finitud de la vida humana es un hecho siempre
presente pero en el que no se piensa a menudo. Y si nos vamos a la metafísica y
le echamos una ojeada a una niña de color, esbelta, de un cabello glorioso que
viene acercándose y cimbrándose con un café au lait, que podría caerse y
desparramarse sobre las baldosas de la terraza, pensamos en la tendencia a la
entropía de cualquier orden que sea, y que desde esta perspectiva por así decir
distanvciada, no tenemos mucho derecho, ni siquiera los más humanistas, para
negar la existencia de un cierto malestar que aqueja al hombre (o la mujer)
que, sabiéndose mortales, pueden llegar fácilmente a hacerse un orden tal en su
vida que de alguna manera compense el caos que los rodea y que a la postre, y
como a todos, va a terminar por aniquilarlos. Todas elucubraciones que en un
momento desaparecerán de mi mente, ya que al café seguirá un desayuno americano
de huevos, tostadas, más café, tocino, como el que ya le traen a mi vecina de
la mesa del lado, que lo recibe sin levantar la vista de su minipantalla
mientras yo de reojo—aquí uno no puede mirar de frente, es mal visto—le miro
las piernas perfectas y broncedas, admiro un increíble tatuaje que sube a lo
largo de una de ellas como una eenredadera que sube a perderse en los shorts.
Pero quien me llama por el celular no es uno de
mis—escasos—amigos, o incluso los más escasos, que pudieran compartir esa
conclusión, sobrellevar su escándalo vital sin sentirse obscuramente ofendidos,
y que incluso podrían entender y gozar el humor, patente para todo
fulano o fulana que no fuera un o una acomplejada, aunque en esta otra tierra,
mentada como de oportunidades y donde han hecho otras vidas, pero que siguen
aún marcadas por los estigmas originales. No era el flaco del círculo español
que quería organizar un taller de prosa o poesía, en un vano intento de introducir
en los planes de alfabetización en el idioma español optativo en la secudaria y
en la educación para adultos, un poquito de cultura literaria, y proponía algo
así para a un público que seguramente estaría compuesto por señoras o
caballeros retirados, los rudimentos de los diferentes géneros; prosa, poesía,
ensayo, teatro, e incluso quizás la escritura de guiones para el cine o la
televisión, único campo verdaderamente rentable para la escritura en estos
tiempos que corren, y lo digo por mi única experiencia, que fue para un
cineasta chileno, bastante barato, pero en comparación….