Jorge Etcheverry
No había nada más que discutir. Felipe H sacaba entonces unas hojas escritas a máquina llenas de tachaduras y borrones y como era flaco y no gritaba mucho las pasaba humildemente de mano en mano y eran cuentos o poesías y los demás se reían su poco pero no con mala intención y las chiquillas se ponían un poco coloradas. Se le daba siempre la palabra como de común acuerdo, pero siempre se iba por las ramas, por las cosas chicas; lo que pensaría cada persona, lo que podía pasar en cada situación concreta. A nosotros nos gustaba ir al grano y cortar los quesos de golpe. Meterse en la cabeza de cada viejo o cada señora era cuento de nunca acabar. Pero en todo caso era mejor que el otro maestro de anteojos, que quería sacar documentos y discutir las bases teóricas de cada peo que nos tirábamos. Claro que no se le podía negar su formación política, aunque nunca se dignaba pegar un afiche. Pero tampoco se lo paraba y las finales las más de las veces se hacía lo que decía él. Pero todo resultaba mejor cuando lo decía el Juaco, que era medio viejón, que chupaba el cigarro, escupía unos hilos de tabaco baboso y empezaba a hablar despacito, casi al final de la reunión, y uno sentía que tenía razón porque sí, porque era el Juaco. Cuando hablaba el universitario nadie decía nada, porque tenía razón, estaba claro, pero como que no calentaba. Entonces el Juaco levantaba el índice nicotinoso y esperaba un rato y empezaba "Lo que quiere decir el compañero..." y recién entonces la cosa importaba. Era como si comenzáramos a verlo todo. No estar de acuerdo hubiera sido como decirle que no a una película, al mono de una revista. Todo aparecía tan clarito. El Juaco se perdió al comienzo. El poeta me mandó un afiche de Amsterdam. Desde que me echaron de la pega he andado al tres y al cuatro y entre esto y lo de más allá no me queda tiempo para la política.
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