Antecedentes del proyecto
El
Necronomicón, que en realidad existe
históricamente, y que he podido darme cuenta que no es un trabajo acabado, sino
más bien lo que en nuestros días se denominaría un 'work in progress', llegó a
ser conocido por el público en general a través de las referencias que aparecen
en la narrativa de ficción de uno de los autores más importantes del género
fantástico y de terror, por supuesto me estoy refiriendo a Howard Phillips
Lovecraft (H.P.L), (†1937), autor que ya se ha establecido que paralelamente a
su producción literaria, o más bien en forma conexa, también incursionó en lo que
se llama en términos generales pero imprecisos, lo oculto, ya que se entiende
habitualmente como tal ese tipo de temas y contenidos. Pero más de manera
metonímica, ya que el estado de ‘oculto’ de ese material depende del autor o exégeta
que le otorgue ese membrete. Quizás la cita más reproducida de H.P.L es “no ha
muerto quien puede yacer eternamente/y con eones extraños la misma muerte puede
morir”. Esa es mi versión en castellano (o
español, polémica en que no vamos a entrar aquí) de estas famosas frases del
autor: “That is not dead which can eternal lie. And with
strange æons even death may die” del cuento The Nameless City (la ciudad sin nombre). Esta cita el narrador la atribuye a Abdul
Alhazred “el árabe loco”, que siempre aparece en el vasto universo de la
ficción lovecraftiana del ciclo de los mitos de Cthulhu como el autor del ya
famoso Necronomicón (95.600 ocurrencias en Google en esta mañana del 6
de diciembre de 2008). [Nota del editor. Al hacer una búsqueda en el mismo
motor, a mí me salieron en cambio 802.000 entradas bajo ese nombre .
Quizás sea adecuado que mencione el contexto en que se desarrolla esta
investigación. Esta tarea no es ajena a mi salida más bien forzada de mi país
natal debido al golpe de estado en mi país originario, Chile, en 1973. No
fueron muchos los chilenos que se exilaron en el Monstruo, nombre que calificaba
en ese entonces a EE.UU., y que todavía es muy difundido entre la variopinta aunque
escasa comunidad izquierdista de habla hispana de la ciudad. Uno de los pocos
chilenos que conozco que viven todavía en Bâton
Rouge empieza todas sus cartas o emails con “Aquí,
fulanito (no voy a dar su nombre), desde el Sur del Monstruo” O algo parecido.
Por razones de todos conocidas y en las que no voy a entrar aquí, tuve como
tantos otros que salir de mi país (Chile) a mediados de los 1970. Sin muchas
peripecias, al contrario de muchos de mis compatriotas esparcidos por el mundo,
tuve la suerte de recabar en la extraordinaria ciudad de Bâton Rouge, en el Sur
de Estados Unidos, que combina las culturas francesa y africana con el elemento
anglosajón norteamericano y una rica y diversa presencia etnocultural,
manifiesta por ejemplo en la gastronomía. Aquí fue que, ejerciendo la
traducción y la enseñanza del idioma español, escribiendo uno que otro artículo
en los periódicos de habla hispana, me vi con vacíos, o brechas, bastante
abundantes, ya que en general no me fue posible conseguir un trabajo full time,
es decir a tiempo completo, pero para ser sincero, creo que nunca lo intenté totalmente
en serio, ya que pronto pude darme cuenta de que pese a todos sus problemas,
que no voy a negar ni menos a enumerar, el nivel de vida en este país, pese a
todos sus innegables problemas, le permite a uno sobrevivir con cierta holgura
trabajando una fracción de lo que tendría en su país de origen, donde estudiaba
en la universidad pero ejercía como profesor secundario. Quizás para alguien
como uno, eso era un problema en este medio regido por la libre competencia.
Acostumbrado a un sistema en que uno salía del Instituto Pedagógico, facultad
de la Universidad de Chile donde se formaban los futuros pedagogos (donde
estudiaba) y pasaba directamente a ejercer la docencia, en que uno entraba en
una carrera casi sin contratiempos en el servicio público, si uno enseñaba en
una institución fiscal, un liceo. Aquí me fue difícil adaptarme. Uno tiene, por
así decir, que vender su preparación y sus talentos, algo para lo que no estaba
preparado. A eso achaco en parte el no haber podido conseguir por ejemplo un
trabajo permanente en un colegio vocacional (college) o una universidad o
compañía de traducción establecida. Claro está que la traducción y la docencia,
la interpretación ocasional, incluso free lance, o por la libre, como se decía
y creo se debe decir todavía en mi país natal, son trabajos especializados,
relativamente bien pagados, ya pareciera que pese a la gran población
hispanohablante en este país, que creo asciende a más del doble de la población
total de mi país de origen, Chile,
no hay mucha traducción al español de alta calidad, o no la que uno se hubiera
esperado con una población hispanohablante tan numerosa. Lo que no quita que las
tarifas por traducción, enseñanza e interpretación de este idioma sean
inferiores a las que se pueden cobrar en Canadá, por ejemplo, pero aún así.
Con bastante tiempo libre, mis
necesidades básicas satisfechas y pocas conexiones chilenas en la ciudad, con
muy poco que hacer en el campo de la solidaridad con Chile y la denuncia de la
dictadura, por ese mismo motivo—nunca he tenido la capacidad para generar
acciones o iniciativas, tengo que reconocer que carezco de carisma, de
condiciones para el liderazgo—me pude dedicar a actividades que los tumultuosos
años recientes de las circunstancias históricas de mi país y mi militancia
política, que por razones obvias no me conviene precisar, no me habían
permitido. Comencé a frecuentar nuevamente a esos autores que habían
iluminado(o ensombrecido) mi adolescencia, mi temprana juventud, los últimos
años en el liceo comercial, en esos días en que comenzaba a escribir mis
primeros y torpes ensayos de poesía y era admitido bastante a regañadientes en
las limitadas y marginales, pero ya históricas huestes de “Los Desencantados de
Coquimbo”, grupo poético y neorromántico que desaparece en la arena de las
playas de la historia en un país como Chile, aquejado actualmente de manera
entusiasta con la globalización neoliberal, que trae de la mano el afán de
novedades que caracterizaría al hombre medio de la urbe contemporánea, tan
minuciosamente vituperado entre otros por el gran filósofo alemán Martín
Heidegger.
Fue allí
donde releí amorosa y minuciosamente a
Lovecraft, esta vez en su idioma original, en esa ciudad que lamentablemente he
debido abandonar debido al meteoro que hundió para siempre a la incomparable
Nueva Orleáns, asolando de paso Bâton Rouge y desintegrando prácticamente una
propiedad totalmente a mi gusto que había logrado adquirir y remodelar con
bastante sacrificio después de décadas del ejercicio de la traducción, como
creo haber mencionado, y la enseñanza de mi idioma natal, que en los últimos
años había comenzado a ejercer, al fin, en el sistema educacional local
institucional, primero a nivel de la educación secundaria y luego en la
universidad, claro que a nivel de la educación de adultos. A estas alturas de
mi existencia, me habría costado lidiar con niños, y menos aún con adolescentes,
en los tensos y a veces violentos establecimientos educacionales de este país. Fue
durante esas décadas allí, como decir, que releí una y otras vez los mitos de Ctlulhu y otras obras del genial
providenciano, que supongo así se dirá en español a alguien de Providence, Rhode
Island, lectura a que entregaba periódicamente y por lo menos una vez por año, a
medida que me apropiaba del inglés. Libros de los que escogía párrafos y los
traducía o parafraseaba, y que así se fueron convirtiendo en una especie de
barómetro, por así decir, o de medidor, de mi manejo del inglés, esta mi
segunda lengua de la cotidianidad y el mundo del trabajo en este continente, mi
lenguaje para lo ‘a la mano’, parafraseando otra vez al ilustre pensador teutón.
Mis idiomas para lo que sería la cultura, el conocimiento, sobre todo las artes
y la poesía, lo que los siúticos y algunas señoras que conocí en mi infancia y
temprana juventud llamaban “las cosas del espíritu”, son el español, mi lengua originaria
en su variante chilensis y un francés bastante aceptable, al menos a nivel de
su lectura. Desgraciadamente, mi alemán es sumamente rudimentario.