Rolando Revagliatti.
COMPILADO: 25 escritoras
argentinas responden una misma pregunta en este Compilado propuesto y
organizado por Rolando Revagliatti.
“¿Las obras artísticas de qué autores, por vos valorados, dirías que
han logrado ‘descolocarte’? ¿Desarrollarías para nosotros tus consideraciones?”
1:
ADELA SORRENTINO
Supongo que para responder a esta
inquietante pregunta debo plantear primero lo que yo entiendo por
“descolocarme”. Es un término, no sé si polisémico, pero que tiene la
suficiente ambigüedad como para permitir más de una interpretación. A partir de
esa premisa, estableceré caprichosamente lo que me surge.
En ese caso elijo la opción según la cual
“descolocarme” sería salir de mi posición establecida, de lo que venía
sintiendo o percibiendo hasta el momento de toparme con esa obra artística,
algo así como ponerme en otra dimensión, ver algo desde otra perspectiva.
Para tratar de responder de la forma más
genuina la pregunta que nos convoca, tengo que alejarme muchísimo en el tiempo
y plantarme en mis doce años mientras cursaba el sexto grado, que en aquella
época marcaba el fin de la escuela primaria.
En esa etapa, pero no en el ámbito
escolar, llegó a mis manos “David Copperfield”, cuyo autor, Charles
Dickens, publicó en 1850.
Ese libro fue mi puerta de entrada a la
literatura adulta en el género narrativo, ya que venía siendo lectora de
diversos clásicos infantiles que circulaban entonces.
Me sumerjo entonces en el corazón de la
pregunta. ¿Por qué me “descolocó” “David Copperfield” de Charles
Dickens?
El enfrentarme en las primeras páginas con
la historia de ese niño, cercano a mi edad, pero en medio de unas
circunstancias tan lejanas a las mías y tan profundamente conmovedoras me
produjo un impacto emocional enorme.
A partir de esa fascinación inicial, ese
personaje de David y los que estaban del lado de los buenos, me provocaron una
empatía similar a la que suele surgir por personas reales a quienes uno quiere
y admira. Por obvio contraste, los detestables contaban con el desprecio y
hasta el odio más visceral que podía surgir en ese período del final de mi
niñez.
No volví a leerlo desde entonces y ante
esta pregunta estuve tentada de buscar el libro para refrescar la memoria con
los nombres de los tantos personajes que enriquecen las peripecias de la novela
que parte de esa niñez desvalida y se extiende a través de muchos años en la
vida de David.
Sin embargo, frente a la consigna que me
pone de frente a aquel recuerdo, me pareció más leal exponer esas sensaciones
que me colocaban en un lugar muy distante de mi vida inocente y anodina y me
hicieron vibrar, sufrir, gozar y hasta enamorarme de ese David Copperfield del
papel como si fuera un joven de carne y hueso.
Amé a quien él amaba, sufrí por quien él
sufría, me divertí con los personajes pintorescos y me conmoví con los
patéticos perdedores.
Todo ese novedoso paisaje interior hacía que
yo deseara volver cada tarde de mi escuela de la calle Gorriti -donde también
disfrutaba- con el objetivo entusiasta de compartir mi merienda con esas
páginas que me ponían en otro mundo: me “descolocaban”.
Nada de esto hubiera sido posible de no
mediar la calidad literaria y el goce estético que producen los grandes
escritores y Charles Dickens entra sin duda en ese podio.
Como lectora ávida que seguí siendo me
topé por fortuna con otros textos y otros autores que obraron en mí como
acicates y aperturas a vivencias conmocionantes, pero creo que está respondida
la pregunta que dio pie a estas líneas con la evocación de los ramalazos de
placer que me produjo mi David Copperfield.
2: ADRIANA
MÁRQUEZ
Si descolocar, según el
diccionario, es desconcertar, confundir, sacar, separar a alguien o algo del
lugar que ocupa, la primera que me descolocó y alteró mis plumas de lectora fue
Silvina Ocampo. Pero no la escritora que conocería de adulta: la que escribía
libros infantiles.
Tendría diez años cuando me
regalaron “El tobogán”. Lo
leía, miraba cada detalle, pasaba las hojas y volvía a empezar como si buscara
alguna llave que me permitiera entrar y entenderlo. Todo era extraño: la
historia, los personajes, los dibujos, incluso los colores de los dibujos. El
final me desconcertaba, lo releía y sentía que no era un final, ¿entonces qué?
Fue el primer libro que me descolocó completamente. No había pistas y, en lugar
de alejarme, eso me llevaba todo el tiempo a él, como una obsesión. Mientras lo
leía no era una nena, no era adulta. Me volvía alguien sin edad. ¿Qué mundo era
ese, qué hacía yo ahí, por qué la obsesión con algo que me repelía? Muchos años
después sabría que la autora era Silvina Ocampo. Y Beatriz Bolster, la
ilustradora que había incluido lo que no se veía en los cuentos infantiles de
esa época: colores no tradicionales (terrosos, negro), nada de brillo; dibujos
extraños, algunos difusos como manchas que caían, lo que sumaba algo onírico
que activaba la extrañeza del libro y mi desconcierto. Ese libro se publicó en
1975, todavía lo tengo. Por suerte Silvina Ocampo siguió desconcertándome en
sus cuentos para adultos, donde lo más sencillo suele volverse tan perturbador
como aquel tobogán.
Cuando leí a Felisberto
Hernández sentí algo similar. Cuentos donde la seguridad que brinda lo conocido
(un objeto cualquiera, una persona, un hecho cotidiano), mostrado desde una
mirada ingenua, tierna, apacible, podía a la vez convivir con una mirada donde
aparece algo de otro orden y la ingenuidad se camufla o desaparece; por
ejemplo, fantasías sexuales con una mujer a la que se ve y presenta como a una
vaca (“Úrsula”) o con una muñeca de tamaño real rellena de agua tibia para
parecer más humana (“Las hortensias”). Este escritor uruguayo desmantela la
mirada sobre todo lo que le es materia narrativa: una silla, un piano, una
muñeca, una mujer, un caballo. Y lo hace de un modo único, por eso al menos en
mi caso desmanteló también mi mirada, provocó una extrañeza que por momentos me
era cómoda y por momentos me llevaba lejos, me sacaba de mi lugar seguro.
También la poesía de César
Vallejo me desconcertó. Otra vez lo cotidiano se podía volver un espectro, un
lugar inseguro, dolor, tinieblas. Pero Vallejo iba más allá: hablaba de la
condición humana de un modo que nunca antes yo había encontrado en la poesía,
sacudiendo el lenguaje y sus registros, la gramática, la sintaxis, los versos.
En el poema “Ha triunfado otro ay. La verdad está allí”, de su libro “Trilce” (mi preferido), leemos algo que,
creo, remite a esos lugares tan certeros como ambiguos donde habita todo lo que
podemos llamar “descolocado”:
Tengo pues derecho
a estar verde y
contento y peligroso, y a ser
el cincel, miedo del
bloque basto y vasto;
a meter la pata y a la
risa.
Absurdo, sólo tú eres
puro.
La mayor parte de la
literatura nos dice: no estoy para abrigarte. Por suerte, pienso.
3:
AGUSTINA ROCA
Siempre buscaba, fascinada, imágenes de la obra de
Louise Bourgeois, me producían cierto escozor y me embrujaba esa expresión
pícara de su mirada, su sonrisa, aunque jamás había visto su obra. Vivía en
España y el Museo Picasso realizó una exposición de 103 obras. La escultora
jamás tuvo empacho a la hora de titular: se llamaba “He estado en el infierno y
he vuelto”. Desde que atravesé la puerta, empecé a recibir sus flechazos.
Caminaba,
atónita, ante cada obra, me ahogaban esas formas humanas retorcidas, amuchadas
entre ellas, sin cabezas, de tejidos blandos, de lanas, de telas, si agarraba
una, la podía despedazar en un triz. Una frase saltó a mi mente, “esta mujer,
flor de maestra, hace arte con sus traumas” y este martillo se repetía,
machucón en mi frente, ante cada obra.
Llegué a
“La destrucción del padre” (1974). Su padre, el lobo, mujeriego implacable, se
llamaba, paradójicamente, Louis. Un día, Louise, a sus ocho años, se peleó con
él en una comida, furiosa, hizo una figura con una miga de pan, la descuartizó
y se comió sus miembros. Después tuvo una visión, ella y sus hermanos, sentados
en la mesa, devorándose al padre. Como espectadora, estaba ante la escena de un
crimen: una instalación color piel dentro de una cueva oscura/útero, de un rojo
intenso. La mesa, colmada en su totalidad por las típicas figuras de Bourgeois,
blandas –órganos, vísceras, senos, nalgas– los niños representados en forma
abstracta, en plena rebelión ante el autoritarismo paterno, sus abusos, lo
asesinaban.
Necesité
un café, recuperada, me encontré con la serie “Celdas”. Seis inmensas
estructuras/cárceles, de materiales arquitectónicos recuperados –paredones de
hierro, ventanas de metal, puertas industriales o de vidrio, mallas– donde se
puede entrar, pero resulta difícil salir. Dentro, objetos personales muy
importantes para la escultora, figuras esculpidas, rotas, otras, encontradas en
la calle. Cada celda despierta un temor diferente, ancestral. Una siente que la
escultora, además de revelarnos y revolcarnos en sus miedos, nos observa y
siente nuestro pánico, físico, intelectual o emocional, el olor que expelen
nuestros cuerpos. Intuimos que, de alguna manera, juega con nosotros,
diciéndonos, querés huir, te atrapé, aguantate el chubasco.
De
pronto, una jaula de malla metálica, un tapiz suave sobre la puerta de entrada.
No quise entrar, ya estaba agobiada con los sacudones que me había pegado esta
vieja pícara. Se llamaba “Araña” (Spider, 1997). Es la primera de la serie
arácnidos, arriba de la celda/cárcel se veía el diminuto cuerpito de la araña y
8 inmensas patas fijas, pero tan bien creadas que parecían en movimiento,
cazando esa inmensa celda. Mi primera impresión fue que, si entraba, se
cerraría la puerta de golpe y empezaría a rodar con sus tentáculos entre las
celdas restantes y acabaría devorada por esos monstruos. Si querías
perturbarnos, Bourgeois, ¡chapeau!
La
“Araña” se convirtió en el eje central de su obra desde finales de los 90. La
más grande, las más famosa, “Maman” –10 metros de altura por 10 de diámetro–
tiene veinte huevos en su abdomen. La escultora hizo otras seis, de 9 metros de
altura, que están en diferentes museos del mundo. “Maman” es el homenaje, la
oda, que hace a su amada madre, representa la vulnerabilidad y la protección de
la maternidad, más allá de su aspecto aterrador. Para Louise la araña es
reflexiva, inteligente, paciente, delicada, sutil, igual a su madre, su mejor
amiga. Además, su progenitora era tejedora, su familia se dedicaba a restaurar
tapices. Su Maman murió joven, cuando Louise estudiaba matemáticas y por ello,
abandonó su carrera y se lanzó a estudiar lo que sería el patrón de su vida,
arte. El eje que predomina en la brutal obra de Bourgeois, realizada con
despojos que deja la naturaleza y materiales simples, además del pavor en todos
sus rostros, es el género, la sexualidad. ¡Saravá, Louise Bourgeois, saravá!
4: AMALIA PÉREZ
La redacción de la invitación de Rolando
me interesó especialmente porque sentí que demandaba comprometerse
profundamente con la respuesta. Según la Real Academia Española, el sentido de
la palabra descolocar es “quitar o separar”. ¿De qué podría separarme la
poesía? ¿O alguna poesía es capaz de asomarme a aquello que se me fue quitado?
¿Quizá esa separación puede ser tan fuerte como para descolocarme y sacarme de
mi eje? Y es así, hay cierta poética que puede sacarme de mi eje, que invade
mis emociones y me lleva consigo. Son esas emociones que están ligadas a la
poesía tanguera. A esa hibridez de poesía y música que nació no sólo desde los
muros de mi ciudad, sino que también se alzó entre los viejos adoquines
portuarios que vieron bajar a mis abuelos, tanos y gallegos pobres de mirada
larga y manos callosas. Piedras que de tan viejas y quebradas, hoy día se
parecen a mi piel. Entonces acuden muchos poetas a lo errante de mi alma,
algunos Homeros* o Cátulos* o Enriques* como también Horacios*. Ellos me
descolocan de la linealidad de mis días zamarreándome hacia esa herida absurda.
Me habitan en este Buenos Aires que yo miraba, a veces desde adentro, a veces
desde lejos y la veía como una lluvia de cenizas y fatigas para mí, que era una
sombra que tornaba del pasado. La cosa es que cuando escucho “vengo de un país
que está de olvido y siempre gris”, siento que no estuve tan sola cuando estuve
de olvido y siempre gris. Y que a veces salgo por mi barrio como las venusianas
de Horacio Ferrer* con mi sombrilla clara, honda, callada, triste y rara.
Porque esa poética es aquello que me faltaba cuando Buenos Aires era para mí
una lejanía a la deriva y ahora, cuando ese Buenos Aires recibe mis huesos como
antiguo ancladero, me descolocan de todas las extrañezas.
*Homero
Manzi, Homero Expósito, Cátulo Castillo, Enrique Santos Discépolo, Horacio
Ferrer. Poetas del universo de la poesía del tango.
5: ANDREA
WOLF
Cuando recibí la propuesta me gustó que la
consigna incluyera la palabra “descolocar”. Me inspiró el verbo como disparador
de un estruendo que desencaja, desbarata, desordena y perturba. Acciones todas
que remiten a sentimientos que las mujeres conocemos muy bien. Ni hablar si nos
referimos a mujeres que han intentado expresarse o darse a conocer a lo largo
de la historia, contra viento y marea. Historia breve, sin duda, si tenemos en
cuenta los siglos en que las mujeres permanecimos en el ostracismo de lo
doméstico, lejos del poder del lenguaje, lejos del ámbito de lo público, aunque
dentro del infernillo donde se cocinan además de nutrientes vitales, secretos y
perversiones de toda índole. En esta trastienda se fue tejiendo una trama de
voces disruptivas, que en su mayoría debieron enfrentarse con la
estigmatización y la caza de brujas, como práctica común en sus múltiples
variantes. Alzar la voz no era cosa de mujeres y aún hoy sigue siendo una
osadía. Por este motivo siempre pensé, como lectora, que las mujeres que habían
decidido dar a conocer su palabra ante tanta adversidad, era porque seguramente
algo importante o muy valioso tendrían para decir y más aún para darle forma.
Dar forma o parir a una criatura extraña, o al menos no solamente a criaturas
de carne y hueso. Algo que Mary Shelley supo hacer con mucho talento.
Empiezo por una gran perturbadora del
sentido común: Flannery O’Connor. Nació en 1925 Georgia, y vivió apenas 39
años. Una autora católica, que escribió en el sur protestante y atentó contra
toda moral convencional. Sus temas: la gracia, la epifanía de lo divino llevada
al extremo del Gótico sureño. Sus personajes: una galería de excéntricos,
marginales o monstruosos a los que la autora arrastra hacia límites de
violencia simbólica o real, para confrontarlos con la verdad de la condición
humana, sin atenuantes. Todos sus cuentos crean un mundo propio que no sólo nos
hace replantearnos la existencia, sino que nos conecta con nuestro yo más
visceral. No importa dónde nos situemos, la autora siempre se las ingenia para
desemplazarnos de lo conocido y abandonarnos a una nueva experiencia. O'Connor
logra en “Un hombre bueno es difícil de encontrar”, que una viejita
manipuladora que representa el desamor, el egoísmo, el anhelo aspiracional de
pertenecer a los valores más oscuros y banales de una época, sea tan o más
cruel que el asesino con que se topan ella y su familia, en un viaje de paseo
que termina convirtiéndose en tragedia colectiva. Destroza una y otra vez la
doble moral con su inteligente humor negro. Humor que lleva al grotesco de la
maldad tan afín a estos tiempos.
Imposible no nombrar a Clarice Lispector
si hablamos de escritoras que trastocan modelos y formas. Extrañamente podría
decirse que está en las antípodas de Flannery, en tanto y en cuanto Clarice se
aleja de cualquier texto realista, borda un mundo hacia adentro, explorando el
lenguaje sin límites y se vale de lo más cotidiano para romperlo y
transportarlo a lo onírico, siendo capaz de transmitirlo, pero no como O’Connor,
que se vale de la realidad para describir un lugar físico, ordenar la trama y
enumerar los actos que llevan a cabo los personajes, sino todo lo contrario. En
Clarice no hay bordes ni superficies, ni tramas lineales, ni transparencias. Juega
con el mundo, lo construye y lo deconstruye a través de la lírica, las texturas
inasibles y los ritmos del lenguaje. Podría decirse que descoloca porque nos
hace bucear en la condición humana a través de una mirada de mujer, donde la
epifanía surge al mismo tiempo que lo cotidiano, lo místico y lo social, como
en Flannery, pero valiéndose de recursos, casi antagónicos. Es infinito el
juego que se propone Clarice con el lenguaje: como no le alcanzan las palabras
para nombrar el mundo, nos sumerge en un juego donde si bien no las inventa (a
las palabras) las descoloca, las corre de sus lugares habituales y utiliza
combinaciones sintácticas ilógicas, creando ese extrañamiento que tanto amamos
en ella.
Otra escritora y poeta que se supo al
margen como mujer y como escritora, y que se reconoció como no pensada (fue
madre soltera) es nuestra gran Alfonsina Storni. Hoy sabemos lo que significaba
ser consciente de su género y de su clase para una mujer argentina nacida en
1892 y escritora de la periferia. Privada de voz, excluida de su cuerpo vivió,
y escribió en pos de la construcción de una identidad propia. Por todo esto le
debemos a ella no sólo su batalla política desde la escritura, sino también
desde la militancia feminista. Nada fue fácil para Storni, su padre murió muy
joven, cuando Alfonsina tenía apenas 18 años. Incursionó primero como actriz y
luego se recibió de maestra, trabajó como docente en Rosario, donde comenzó a
escribir sus primeros poemas. Los cuales fueron estructurados como sonetos,
pero ya desde un principio no sigue la rima del modo estipulado. En breve
comenzó a alejarse de los sonetos escritos en sus primeros libros, para crear
antisonetos, desafiando en su escritura también las pautas de la época. Su
poesía se caracteriza por una sencillez lírica y su capacidad para expresar
emociones complejas con una voz única. Dice lo que no se podía decir
abiertamente. A pesar de haber sido denostada por el mismo Borges, quien afirmaba
que Alfonsina era una “superstición argentina, que profería chillidos de
compadrita”, Alfonsina supo a través de la ironía usar estos agravios a su
favor. De hecho, escribió una columna “femenina” en el diario “La Nación”, en
la que camufló un pensamiento feminista en donde se suponía debía mantener un
recato femenino, que nunca fue lo suyo. Amamos a Alfonsina porque supo
“descolocar” los mandatos de una época que aún no termina, y construyó su fama
como escritora abriéndose paso en un mundo de hombres, que, al principio del
siglo XX, no sólo fue una novedad, sino una osadía.
6:
CANDELARIA ROJAS PAZ
Me han sorprendido las obras de muchos
autores, y ante algunas, por cierto, me he percibido descolocada. Debo
decir que las que me movilizan son las que hablan del ser humano y su
problemática social, desde la existencia misma, que se sale del yoísmo,
que cuentan historias o sensaciones de otros, o desde la voz propia al
trasmitir una mirada crítica de la humanidad, como César Vallejo, Ernesto
Cardenal, Idea Vilariño, Francisco ‘Paco’ Urondo, Roque Dalton. Pero es Armando
Tejada Gómez quien, en su momento, me ha descolocado, increpándome y
permitiéndome ver la posibilidad de escribir desde otro lugar, y en realidad,
varios autores de diferentes épocas me asombraron con su forma de decir
oralmente un texto, con su forma de poemar desde la voz, puesto que no
es lo mismo leer un poema uno mismo que escucharlo por el autor, y en mi
juventud, pude oír a maestros, como
Orlando Galante y José Augusto Moreno, de Tucumán, mi provincia, con una
escritura identitaria de nuestro Norte y su forma de proyectar y amasar cada
palabra con sus voces y silencios, que transmitían cada verso como si
estuvieran subiendo pesadamente un cerro o bajando relajados o veloces por el
cauce de un río, con lo áspero del barro hecho adobe o la suavidad de una pluma caída de un hornero.
Tengo cierta debilidad (más que nada un criterio fundamental como anteojos del
corazón, con vidrios de revalorización de nuestros productores culturales) por
los autores tucumanos, destacando la obra de Gabriel Gómez Saavedra, con una
estética exquisita para hablar sobre lo cotidiano y lo popular, donde podemos
encontrar la descripción de un baldío con un caballo muerto descomponiéndose.
De las nuevas generaciones de mi provincia, me atravesó la poesía de Samuel
Amaya, que nos trae la experiencia de un sector social (de la periferia
geográfica, rodeada de la zafra y el contexto de un ingenio, y la periferia de “genero”
con los avatares y amores transcurridos en su vida), con vuelo poético y un
léxico propio de los jóvenes, con desparpajo y naturalidad narrativa. Me atrapa
lo visual y experimental, el juego con los sentidos, y puedo destacar el
formato del libro “Blanco” de Octavio Paz, que se presentó rompiendo
estructuras, en forma de acordeón, y que puede leerse de arriba hacia abajo y
viceversa. Me maravilla la poesía en imagen, en objetos, tanto como la poesía
que encontramos en la música con autores como Luis Alberto Spinetta, Violeta
Parra, Chico Buarque o Manuel J. Castilla. Pero fueron dos poetas, Alfonsina
Storni y Gabriela Mistral, quienes me impresionaron por sus historias de vida,
en un caso, ser madre soltera, enfrentarse a un círculo literario cerrado para
las mujeres y compartir con convicción su bella poesía, sin saber quizás que
estaban transformando la historia sociocultural desde la palabra y la
educación.
7:
CECILIA E. COLLAZO
Gracias a Lacan, me topé un día con la escritura del
irlandés James Joyce.
Más allá de
lo llamativo de sus síntomas quedé tomada por su invención, una que con su
estrategia y lógica logra aplicar en el sentido más interesante de su arte. Hay
mucho recorrido de este autor de habla inglesa para describirlo, pero sólo el “Finnegans
wake” produjo en mí, una conmoción que descoloca al lector. Escritura que
no va por la línea del sentido, sino por la del sonido de ese, que hace
resonancia y conmueve.
Si se
intenta encontrar un camino de significantes tal vez nos aburra, porque puede
sonar a palabras locas, desencadenadas del lenguaje, pero cuando se logra asir
lo que Joyce hace con las palabras en la magia de su genio, o en el status
lingüístico de su estirpe, uno se maravilla con su estética, esa que toma un
uso en el más estricto de los términos. En una lectura ligera se podría decir
que destroza la lengua inglesa, pero al profundizar en ese saber hacer del
escritor, se reconoce la invención de una lengua nueva a su medida de gigante.
Separa las
palabras, toma sílabas, trozos de ellas y las complota en una fiesta de sonidos
donde trozos del texto, nos introducen en la magia de los ruidos que hace el
agua, hace llover con ellas y nadamos allí. Otros sonidos de la naturaleza nos
acercan a lo maravilloso de su obra. Importa lo que nos hace sentir, lo que
provoca un resonador que moviliza el cuerpo de quien lee.
El mismo
Joyce decía que su “Finnegans wake” era un texto para ser escuchado y no
leído por uno mismo. Su magia está en la posibilidad de escuchar al agua, y que
ella nos moje, viento y que él no vuele, calor y que él nos abrace. Nada de
entender lo que es la naturaleza y avatares, el texto nos hace vivir lo que sus
sonidos nos convocan.
Según
Jacques Lacan es “un eco del que hay un decir”, un acontecimiento que resuena
en el cuerpo de quien lee o de aquel que lo escucha, uno que provoca el
movimiento del goce mortificante en el sujeto. Éste, en su última enseñanza nos
dijo que el sujeto se cura por resonancia más que por la vía del discurso de la
palabra o por metonimia, así se conmociona y moviliza ese goce abigarrado; en
un paso que es un acto, prestándose al juego que permite la cura en lo real de
la cuestión.
La luz del
otro, como en este caso, suele iluminar las propias formas, las de uno. El saber
hacer del otro nos transmite no sólo una pragmática en ese uso, sino que nos
hace saber cómo alguien puede hacer con lo imposible de ser.
El oído de
Lacan descubre la maravilla de su luz, con la suya propia. No sólo Joyce es el
artista de su época, el artista de Lacan logra iluminarnos con la escucha de la
invención del otro, quien en su gloria arma los pedazos singulares en su obra y
sostiene un ser con la artesanía de la resonancia.
8: CECILIA PONTORNO
Empiezo con poesía, siempre poesía. Elijo “El
arte de perder”, de Mirta Rosenberg, que no es grandioso, pero sí me es
indispensable. Vuelvo a esa obra varias veces al año. Al azar, leo sus poemas y
son tan desconcertantes que me sacan de mi espacio y mi tiempo. Hacia dónde, en
qué nuevo lugar me dejan, es un misterio. Sólo sé que cuando una obra artística
te saca de vos mismo, está cumpliendo su razón de ser (o una de ellas). “Escribir”,
de Marguerite Duras, es otra obra que elijo que, si bien ya no me “descoloca”,
sigue provocándome, en el más amplio de los sentidos. Me invita a pensar y
repensar no sólo mi forma de escribir poesía, sino de leerla y de
interpretarla. Me invita a seguir adelante en mi constitución como una “mujer
que escribe”, me da pelea y, eventualmente, me asegura que nada está dicho.
Página a página, me abre caminos.
Vuelvo a la poesía y traigo conmigo a Inés
Aráoz; creo que todo lo que he leído me ha descolocado gratamente. La siento
cercana, amable, necesaria en mis lecturas.
Por otro lado, así como puedo sentir
cercanos a Joaquín Giannuzzi o Juan L. Ortiz, por el contrario, existe cierta
distancia con los poetas de los 90 que, podría decirse, igualmente me
descolocan, como Washington Cucurto o Verónica Viola Fisher, con sus lenguajes
poéticos despojados de prejuicios, crudos. Pero si hablamos de descolocar a lo
grande, aquí tengo que hablar de música: “La máquina de hacer pájaros” y su “Hipercandombe”,
o las deliciosas locuras de Pink Floyd en “Animals”. Nina Simone me descoloca
artística, emocional y poéticamente, especialmente cuando interpreta “I feeling
good” o “Ain't Got No, I Got Life”, y así podría seguir.
Para cerrar, pero no con menor
importancia, quiero mencionar a un escritor/poeta y a un director de
cine/actor, unidos por la poesía que han logrado construir en sus obras: estoy
hablando de Diego Roel y de Andrei Tarkovski. El director ruso ha sido
reconocido mundialmente y con justa razón: sus películas son y serán un faro y
una fuente inagotable de poeticidad. La obra de Diego, por su parte, es
sensible y compleja, de invención rigurosa y conmovedora.
¿Me preguntan por obras artísticas que me
han “descolocado”? Si el arte no mueve de su sitio lo estancado, se pudre. Si
el arte no des-coloca, no es arte. ¿Es mucho? Reformulo: es arte podrido.
Finalmente, la obra que me atrapó, me inquietó, me sorprendió y descolocó fue “Trilce”,
del gran César Vallejo. De “Trilce” y de Vallejo no hay retorno posible,
su lectura es potenciadora, un movimiento eterno.
9: CLAUDIA VÁZQUEZ
Obras artísticas de autores que ganaron mi
asombro, me “descolocaron”: En primera instancia (adolescencia y juventud) fue
la poesía de Alejandra Pizarnik. En ella encontré la palabra precisa, sin
agregados ni faltantes. Cada verso de cada poema (y hasta el día de hoy)
atraviesa esa parte más íntima, desgarradora, esos lugares donde uno va
cayendo, esas sombras, esas voces. Ese silencio, esa herida, que en mí tocó y
perforó hasta la tripa. Además, la forma de decirse en el poema, la palabra
exacta, la hendidura por donde se va “metiendo” en la “casa” de uno. Agrego a
este decir que no pude terminar de leer sus “Diarios”, creo que leí un
cuarto de ese volumen y lo cerré. También digo que llega un momento (como en
todo) que hay que encontrar el camino para despegarse de la voz de Pizarnik. Su
poesía me “invadió” de una manera que fue un proceso salir de sus voces. De
todas formas, es una de las poetas que fue como marcando en mí una huella
profunda. Sus libros no están en mi biblioteca, están desparramados a mi lado.
Otra poeta que gano mi asombro es Mirella
Muiá. Hacer de lo cotidiano, del hecho más mínimo, llevarlo a la profundidad de
la belleza, de lo sagrado, me hace vibrar el alma. Siempre hay algo más detrás de su palabra y
más. Escudriñar el fondo de las cosas diarias, transformarlas en ese misterio
que nos lleva a ver más allá, a sentir el espíritu de las cosas, de la vida.
Esta poeta me descolocó en el asombro de lo pequeño que trasciende. También,
después de haber leído sus poemas, me interioricé en su vida y realmente es
digna de leerla, tanto su experiencia de vida como su poesía.
Para ir finalizando, otro poeta que me
descolocó en mi asombro es San Juan de la Cruz.
Su poesía llena de imágenes, con el lenguaje de su época, me dejaron ver
un más allá que no terminaba de comprender. Al leer sus comentarios en prosa,
por ejemplo, de “Noche oscura” y “Cántico espiritual”, me sentí
dentro de un camino en el cual cada verso contiene senderos infinitos. Por
ejemplo, en el caso de “Noche oscura”, el desasimiento (la “Noche oscura
de los sentidos” y la “Noche oscura del espíritu”). San Juan de la Cruz, como poeta
místico, contiene en su decir poético un lenguaje que exalta la belleza de la creación
y a su vez lo que guarda el alma. No olvidemos que el poema “Noche oscura”
y sus comentarios en prosa fueron escritos desde la cárcel. En el “Cántico
espiritual” (figura del “Cantar de los cantares”), es esa unión
mística del alma con Dios (como así los místicos lo expresan) en sus
comentarios en prosa, en lo personal, me abrió el corazón, desovillando la
madeja que con el correr de la vida vamos tejiendo. Hay que volver a destejer,
hay que volver al principio del amor.
10: ELENA
GARRITANI
Mis padres eran lectores, en casa había
libros, mis hermanos y yo fuimos lectores, sin duda, el ambiente influyó. Mi
lectura ha sido gradual desde la adolescencia, como dice Ortega y Gasset, “Yo
soy yo y mis circunstancias”; en distintas etapas, distintas obras imprimieron
su turbación y sosiego. Alfonsina Storni, Rubén Darío, Pablo Neruda, Gustavo A.
Bécquer, Juana de Ibarbourou, Nicolás Guillén y Atahualpa Yupanqui. Algunos
llegaron a través de discos. Se respiraba el clima de Serrat, Violeta Parra y
Paco Ibáñez, que reunían voces entrañables de la poesía: Antonio Machado,
Miguel Hernández, Quevedo, Góngora, García Lorca, Goytisolo, Gabriel Celaya,
entre otros. Este universo, vertiginoso, nos “descoloca”, esa extrañeza
inherente a la poesía que el lector encuentra y busca para vivir. Intentando
escribir, me apasionaron los poetas simbolistas y surrealistas. La obra de
Oliverio Girondo, por su originalidad, el humor y el uso del lenguaje. “Sebastián
en sueños” de Georg Trakl y “Elegías de Duino” de Rilke. George
Trakl da al dolor y la culpa una belleza trágica asombrosa. Las obras poéticas
de Dylan Thomas, Odyseas Elytis y Kavafis, calan hondo en mi ser. La obra de
Roberto Arlt me cautiva, hacen presente el peso de la angustia existencial, en
un Buenos Aires de inmigrantes escindidos entre su patria y el país al que
llegan; pinta la miseria y la explotación. La obra de Leopoldo Marechal es
impecable, nos afianza al pueblo, nuestra patria y su devenir. Empaticé con la
obra de Franz Kafka, ella me inspira profundamente. A Borges llegué más tarde,
antes con el pensamiento que con la emoción. Aunque cada vez siento más cercana
a su obra. Amos Os, escritor israelí, tiene dos novelas, “Hacia la muerte”,
breve, y “Tocar el agua, tocar el viento”, con una poética asombrosa. El
mundo de Clarice Lispector me involucra, me cobija, me interpela, tanto como su
vida. La obra de Juan Rulfo, Gabriel García Márquez y de otros autores del
realismo mágico fueron necesarias. Tardíamente llego a John Fante, escritor estadounidense.
Sus novelas “Pregúntale al polvo” y “La hermandad de la uva”,
conjugan magistralmente realidades difíciles con autenticidad y belleza.
El cine tuvo gran influencia en mi, fueron
las épocas de los cines “de arte” Lorraine, Lorca, Cosmos, entre otros, en la
ciudad de Buenos Aires, donde vimos películas que, incuestionablemente, “nos
descolocaron”. El cine del sueco Ingmar Bergman, el neorrealismo italiano.
Entre nuestros directores, Leopoldo Torre Nilsson llevando a la pantalla la
novela “Boquitas pintadas” de Manuel Puig; “La hora de los hornos” de Fernando Solanas y Octavio Getino; “Operación masacre”, dirigida por Jorge
Cedrón, basada en la novela de no ficción periodística de Rodolfo Walsh
(publicada, recordémoslo, nueve años antes que la tan difundida “A sangre
fría” de Truman Capote); “La
Patagonia rebelde”, a partir del libro del historiador Osvaldo Bayer,
dirigida por Héctor Olivera. Comparto con Heidegger aquello de que los poetas
revelan el ser de una manera que los filósofos no pueden y que la poesía es
esencial para la comprensión del mundo.
11: ERNESTINA ELORRIAGA
El campo de
respuestas que se abre ante la propuesta es infinito. De modo permanente cruzan
y me atraviesan, en impactos, en estertores, en ráfagas, a veces, en
torbellinos obras artísticas que vienen a traer o a dejar y/o a recordarme el
ejercicio del asombro y la admiración ante la belleza de las mismas. Es este un
don que no debe ser minimizado, todo aquello que contribuye a que nos
reconozcamos, no como artistas, si no como parte indisoluble de la vida del
reino animal al que pertenecemos y nos descoloca,
es decir aquello que hace que volvamos nuestra mirada de un modo introspectivo,
para crecer en humanidad, debe ser agradecido.
No me
alcanzaran los días para agradecer a Dostoyevski por su “Crimen y castigo”.
La posibilidad de saber que nada en nuestro espíritu es absoluto, permitirme
salir de la cuadratura de la razón y albergar el vuelo de sentimientos,
emociones e imaginación que a la hora de la escritura me liberaron del mandato
de la razón que, al menos en mi formación, fue casi absoluto. La razón era como
la medida de todo, pero resulta que la lectura de esta obra mayor de la
literatura, me descolocó de tal manera, no digo que me hice practicante
cristiana, pero pude abrir mi pensamiento a la dimensión espiritual y aceptar
la fe, de y en otros, como un camino. He leído con devoción casi cristiana su
obra y puedo afirmar que ella me alejó de una cierta obscuridad que me impedía
encontrar el camino liberador para mis días.
No sé, o no
recuerdo si las leí en el mismo año, pero “Sobre héroes y tumbas” de
Ernesto Sabato, produjo también un desgarramiento de profunda intensidad, pero
en otra dimensión del de “Crimen y castigo”. Aquí pude colocarme e identificar mi pertenencia
social, saber de dónde venía, identificar mi condición de clase y a su vez pude
leer desde otras claves el proceso histórico evolutivo de nuestra patria, las
antinomias de una oligarquía que sigue siendo presente en su encono hacia las
clases populares.
No puedo dejar
de lado los “Cuentos completos” de Juan Carlos Onetti y el descubrir la belleza
de la poesía en su narrativa, textos escritos de modo tan ajustado que no sobra
ni falta palabra alguna. Precisos para develar nuestra condición humana, me
permitió descubrir que la poesía no está necesariamente en el artefacto poema,
si no que ella habita la escritura, y que el lenguaje de una novela o un cuento
tienen a veces más poesía que la poesía misma. Escribir, acercar y ajustar la
lengua para traer en ella la belleza que le pertenece y no desfallecer en ese
intento, es lo que me interpela a la hora de la escritura y posterior lectura
en voz alta de mis textos.
La pintura de
Hieronymus Bosch –el Bosco-, visitar sus reproducciones y su simbolismo cargado
de criaturas extrañas, figuras híbridas e infinitud de detalles que descolocan nuestra-mi- imaginación y
habilitan la posibilidad de ir un poco más allá de lo que nuestra-mi-
conciencia permite. Mezclar la realidad con lo fantástico, desafiando la
lógica, lo que en literatura devino en llamarse surrealismo y que en el tríptico
“El jardín de las delicias”, Bosch realizó con maestría y que a pesar del paso
tiempo sigue interpelándonos.
Quiero traer
al poeta dominicano Manuel del Cabral y su “Antología clave”, editada por
Losada y que en mesas de oferta de los años setenta se conseguía por unos pocos
pesos. Su poesía se hunde y bucea en la profundidad de las problemáticas
sociales de su pueblo afro-descendiente. Después de leer el Martin Fierro, su “Compadre
Mon” me confirmó que el campo de la poesía es infinito y que él, con su
palabra fue capaz de parir ese libro, texto mítico, basado en una poética donde
lo social, la identidad, la propiedad de la tierra, como en el libro de José
Hernández, pueden ser tema principal de una obra.
12:
ESTHER PAGANO MERKERT
En 2019 visité los Museos del Vaticano.
Tuve el privilegio de haber compartido la visita con el artista visual y
profesor de Historia del Arte, Guillermo Horacio Pagano, quien supo aportar
detalles a mis escasos conocimientos. Muchas fueron las maravillosas obras que
podría destacar, pero sólo una logró, cabalmente, descolocarme: “La
escuela de Atenas”, creada en el Renacimiento italiano por Rafael Sanzio entre
los años 1509 y 1511. Dominado por una concepción espiritual, neoplatónica y
humanística, Rafael unifica la sabiduría y la belleza en figuras de noble
humanidad.
“La
escuela de Atenas” subraya mediante la proyección central de sus arcos y la
arquitectura interior, la reunión de las “siete artes libres” bajo un solo
techo con la discusión libre de los representantes por excelencia de estas
disciplinas: a la izquierda del cuadro
los filósofos y poetas unidos alrededor de Anacreonte y Pitágoras; a la
derecha, los matemáticos y científicos en torno a Euclides y Tolomeo, quien sostiene
el globo terráqueo; mientras que al centro, enmarcadas por el arco final,
caminan discutiendo amistosamente, Platón, que apunta hacia el cielo
representando la búsqueda de la verdad y la sabiduría, y Aristóteles, quien
señala hacia la tierra representando la importancia de la observación y la
experiencia.
La composición de la obra es impecable,
con una perspectiva central que guía la mirada del observador hacia el centro
de la escena. Los personajes están dispuestos en un semicírculo, otorgando un
sentido de movimiento y dinamismo. Rafael utiliza un colorido vibrante y una
iluminación suave para introducirnos en un ambiente sereno y contemplativo. La
luz natural que entra por las ventanas del fondo ilumina la escena, destacando
las figuras y ofreciendo un sentido de profundidad plena de simbolismos y
referencias a la filosofía y la cultura clásica.
13: EUGENIA PÁEZ
La raíz de
la desazón: El eco profundo de María
Adela Agudo, Rosario Castellanos y Alejandra Pizarnik, tres voces femeninas que
marcaron un antes y un después en la literatura latinoamericana, tienen en
común algo más que su genio literario: su capacidad para descolocar, conmover
y, en ocasiones, desbordar al lector.
María Adela Agudo, a través de su poesía y su prosa, me confrontó con una mirada descarnada de la realidad. Su escritura destila una visceralidad que atraviesa los sentidos, llevándome a enfrentar una verdad no dicha, una brutalidad que no se esconde ni se maquilla. En sus textos hay un dolor palpable, pero también una reflexión acerca de la condición humana y de la muerte, tema recurrente en su obra.
Rosario Castellanos en su sinceridad, me hizo reconocer que, a veces, la vida no tiene respuestas fáciles, y que el dolor y la belleza coexisten en un mismo espacio, haciendo que el alma se retuerza ante la incertidumbre.
Alejandra Pizarnik
construye una atmósfera de angustia existencial que, al mismo tiempo, envuelve
al lector en un halo de belleza indescriptible. Pizarnik no solo descoloca,
sino que permite que el lector se identifique con su soledad, su incomodidad en
el mundo, y esa conexión profunda es la que, de alguna manera, deja una marca
indeleble en el alma.
14: FLAVIA SOLDANO DEHESA
Pocas
veces un texto (“La vara y el río” de Laura Klein, 2025, hilos editora)
ha podido despellejarme, tengo los ojos fijos en el encuentro con una
escritura que arrebata, criminal. Necesito leer una y otra vez, recibir los
golpes para que duela, fragmentarme en un escenario devorador. Es una voz que
no permite nombrar ¿Cómo contar el puñal?
Inexpugnable, esa la palabra que llega. No puedo vencer al poema tenaz. Esta
fricción entre un tiempo que no avanza y una geografía que ocurre en un tiempo de atraso,
expone a un delta de violencia. La letra que disloca, la confidencia, me toma y
guía en un sueño fluvial: el río, fragmentos de caras, lo que azota y se hace
azotar. Entre los pedazos, primero se extrae el junco y
luego el río, una lancha que devora el paisaje, la estría. La única materia es
el golpe; un escenario de fuga voraz me traga junto a los destinatarios del
golpe y al golpeador. Un susurro habla lo imposible, relata la insistencia, por
detrás lo arrancado es nada. ¿Qué ha sucedido? “La vara y el río”, lo
poético que extraña, por fin.
El
eco de “Lazzaro felice” (2018, dirigida por Alice Rohrwacher) me persiguió por
una semana, como un acúfeno poético que no deja de sonar. “Lazzaro felice” no
es una película, más bien es una grieta que surge, una fricción entre un tiempo
que no avanza y un espacio que no cambia. Es un resplandor que abrasa y quema
lento. Me llevó varios días volver a mí. La elijo, la elijo por sobre todas,
porque amo su herida por donde se filtra otra luz, una luz que no ilumina, sino
que circunda la fábula de milagro, de realismo y dolor. El modo en que los
personajes parecen surgir del tiempo y desvanecerse en el espacio expone la
indefensión, la fragilidad. Sobre esa superficie, la narración ocurre. Y esa
palabra, ocurre, es más que un verbo: es una posición existencial. Los hechos
simplemente emergen, brotan, se presentan sin aviso ni justificación, como si
el mundo tuviera una lógica anterior a la historia. Dentro de ese tiempo
suspendido, hay un espacio que parece no variar jamás. La aldea, la carretera,
el campo, la ciudad: todos esos lugares pertenecen a una misma geografía
secreta. Cambian los muros, cambia la época, pero el espacio es constante, como
si fuera un destino de encierro antes que un territorio. Existe para ellos como
un escenario que nunca se renueva, un paisaje que persiste más allá de la vida
que pasa por él. En ese paisaje inmóvil, Lazzaro desconcierta, es
acontecimiento. Parece estar hecho de la materia del lobo, Lazzaro y el lobo
pertenecen a lo sagrado. No es una película, es una vibración.
15:
LAURA KLEIN
Conocí los poemas de Martucci en su primer
libro, “Peste bufónica”. Fue un rayo, una expansión arando un agujero
negro.
Ah fruta amputada… Picoteada por
pájaros pesados una alegría rozaba lo insoportable, el desorden de una cabeza
vital que no cede, un mar donde ahogar los consabidos pesares inconclú.
Entonces, la invitación: acoger las esquirlas de una mente asqueada de
palabras.
Una enloquecida fiesta negra de lenguaje
sostenía los hilos de esas letras para que no fugaran de la página, de un mundo
hasta entonces muerto. Por debajo del estallido, una ligereza sin ancla,
tridentes que no guadañas. Un ansia de reventar la versificación atraviesa la
médula de la escritura de Daniel Martucci, que firmó este primer libro bajo el
alias “Maruki”. Tenía todo a su favor, y lo dinamitaba. Gozaba de todas las
músicas, y las hacía chirriar: encaje de sufre azur.
En el poema final de ese primer libro
suyo, con cierta ironía titulado “Bucólica”, el poeta pone de manifiesto su
maestría -augusta, soberbia. Sombra de la montaña devora el cerezo / ¿o es
que acá no hay cerezo? // sombra del cerezo cubre al que duerme / ¿o es que el
que duerme está despierto / en otra parte? Florecía el libro ahí, en su no
mejor poema. El perfecto, el feliz. Desflorecía entonces, para mi pobreza de
lectora.
Y vi. El libro me atraía y a la vez corría
mi quicio, lo desafiaba. No ostentaba –a propósito- la elegancia de Girondo ni
tampoco –tan taimado- la dulzura de Vallejo: era desprolijo, provocador, cuidadamente
descuidado. ¿Quería ser efímero? ¿Desconfiaba del cineclú, del honoris causa,
del acre horizonte Utopía, del manantial de cosas importantes que cuentear?
¿Preferías, Martucci, melindre y purpurina, ir papando maravillas por el
zendero? ¿Despreciabas tu perfección, tu lirismo? ¿Confiabas, acaso, en que
nada nos pertenece / viene del caos y se va al desenfreno / por cañerías
desbocadas? Y sabías –¿cómo, desde cuándo? - que volverá a brillar la
loca / fugaz / como un naufragio que se fifa el mar. ¿Cómo podía hacer
versos tan perfectos y después derrapar en una urdimbre, en sílabas desmontadas
cayendo al precipicio de una lengua ajada y ajena?
Entré incómoda, leí azuzada, quise salir
despectiva. Volví. “Hartó” en su artaúd me había devuelto las ganas de vivir.
En medio del convite había también un “Sonete”, un convoy de tango y arpegios
del que el Tata Cedrón, tomando el guante, se apropió y al que la vanguardia,
enamorada, se rindió.
Burlas de dolor: no sé si decir
huesitos. Infamias del buen decir, lamé de napalm y nicotina.
Dulzura e ironía, dolor y compasión; lo alto y lo bajo, el endecasílabo logrado
y despreciado, esa corona arrancada del cordón de la vereda.
Años después, cuando leí “Cámara
profana”, volvió a descolocarme. Un lirismo desembozado, al borde de los
clásicos. Hay una sola tristeza y es infinita (…) Hay infinitas tristezas,
una sola de ellas resulta interminable.
16: LAURA NICASTRO
Varios son los autores a los que admiro,
pero tengo la certeza de que dos me “descolocaron”: Felisberto Hernández y
Katherine Mansfield (en simultáneo).
Hernández despliega una curiosa
humanización de elementos –cotidianos o no- que él convierte en personajes de
sus historias. En uno de los cuentos, una muchacha escribe versos al balcón de
invierno: “él es mi único amigo”, sostiene. Una noche ella visita al huésped en
su habitación y le lee sus poemas. Poco después el balcón se derrumba. “Se
tiró. Se puso celoso cuando lo fui a visitar a usted la otra noche” explica la
muchacha (“El balcón”).
“La silla era de la sala y tenía una
fuerte personalidad. La curva del respaldo, las patas traseras y su forma
general eran de mucho carácter. Tenía una posición seria, severa y concreta…”
(“La casa de Irene”).
Pero los sentidos participan de esta
“humanización” al atribuirles intencionalidad. “Al silencio le gustaba escuchar
la música; oía hasta la última resonancia y después se quedaba pensando en lo
que había escuchado... Pero cuando el silencio ya era de confianza, intervenía
en la música: pasaba entre los sonidos como un gato con su gran cola negra y
los dejaba llenos de intenciones” (“El balcón”).
Hernández cruza elementos muy disímiles
entre sí. “Las muñecas recibían día y noche cantidades inmensas de miradas
codiciosas, y esas miradas hacían nidos e incubaban en el aire; a veces se
posaban en las caras de las muñecas como las nubes que se detienen en los
paisajes” (“Las hortensias”).
Y luego tenemos, su inagotable capacidad
de simbolización desplegada en “Diario del sinvergüenza”.
Valgan estas pocas citas como ejemplos de
qué fue lo que me conmovió en la narrativa de Felisberto Hernández. Releerlo
multiplica la sorpresa del descubrimiento.
Diferente fue el impacto de Katherine
Mansfield.
Sigo admirando su capacidad de sugerir. En
su prosa pesan los sobrentendidos, los sentimientos rara vez enunciados. A
menudo, Mansfield describe colores o imágenes a través de los personajes para
subrayar el estado emocional de sus criaturas literarias. ¿Ejemplos? Las
descripciones en “Felicidad”: preciosas fruteras que adornan la mesa, la
decoración armónica, el árbol a la luz de la luna. Todo da cuenta del
enamoramiento y la plenitud que experimenta la protagonista. Otras veces, sugiere
el final del cuento con la observación de una conducta aviar que funciona como
metáfora (“El señor y la señora Palomo”). O relata las catástrofes personales
más íntimas con la mayor sutileza: una niña queda huérfana de madre y debe ir a
vivir con sus abuelos. No hay descripción de dolor o soledad, pero el botón
faltante en su ropa lo testifica (“El viaje”); Mansfield tampoco verbaliza
específicamente la desazón de dos hermanas solteras que han dedicado su vida al
padre ahora muerto. Apenas una duda sin respuesta para el anhelo que las
inquieta: “Y si nuestra madre no hubiera muerto, ¿nos habríamos casado?” (“Las
hijas del coronel difunto”).
Mansfield es una maestra en estimular al
lector a completar lo silenciado. Sabe que la descripción puntual limita: la
sugerencia abre un abanico de posibilidades en la mente de quien lee.
17:
MARISA CHAZARRETA
Si he de
ser honesta frente a esta consulta, tengo que decir que el arte y los artistas
me han “descolocado” desde siempre, cuando repasaba guiada por el dedo índice
de mi abuelo, aún antes de saber leer, los exquisitos grabados de los libros de
cuentos infantiles del siglo XIX traídos en su largo viaje desde Budapest. Toda
la finura y la expresividad se deslizaban por la falda de la aldeana
alimentando a sus gallinas u observando el cielo con una sonrisa esbozada en el
rostro, mientras tomaba la puntilla de su delantal con la mano.
Cómo haber
podido sustraerse a esa magia de amor?
Cómo no
estar “descolocada”, hambrienta y ansiosa de descubrir ese mundo que me abría,
precisamente, “las puertas del mundo”?
En los
tiempos juveniles, me crucé con un caballero de la pluma que sí me “descolocó”
fuertemente, encontrado en las lecturas a mansalva que caracterizaron siempre
mis búsquedas: Charles Baudelaire.
Sus flores
del mal, su poema majestuoso y terrible, espejo del cuerpo y del alma de
las grandes ciudades que transitaban un cisma civilizatorio.
De su mano
entré a la adultez en poesía, retratista de las escenas y personajes que con
las transformaciones que impone el devenir de los tiempos, aún vemos a diario.
Creador de
una nueva estética, disruptor profundo diríamos hoy, por sus estrofas desfila,
circula y se manifiesta toda la vida en sus aspectos más primordiales, más
entrañables y más duros. La vida en toda su pavorosa realidad y toda la
sabiduría, la angustia y el spleen. Las certezas, pero la enorme carga de
incertidumbre. Totalmente conmocionada en aquel tiempo, he vuelto a él
recurrentemente como una inspiración permanente desde la universal humanidad
del poema.
Qué decir
del hallazgo de la poesía de Antonin Artaud... otro “descolocador” a medida. Lo
acompañé en la angustia y la soledad de su escritura y de su vida, con el
corazón acongojado. Sus perfiles afilados hirieron para siempre mi propia
escritura.
Me pregunto cómo abreviar tantos impactos y la
ansiedad por saber, conocer. Nutrida de textos poéticos y prosa de la más
diversa procedencia y temáticas, sólo por mencionar algunas impresiones fuertes
citaré a la gran Clarice Lispector de quien, más allá de ponderar su exquisito
uso del lenguaje, al que como ella misma decía, no había que cambiarle “ni una
coma”, debo decir que “nos hermana” en el espacio y el tiempo, su profundo
sentir, su análisis, su visceral contacto con la gente, esa crónica que la
impele a contar “toda la verdad”, el rescate de la humildad, el desprecio por
el orgullo vano.
Cómo no
hermanar con alguien que se impone como tarea crear desde la convivencia diaria
con la palabra, saber de todo, palparlo, extender la mano abierta en
generosidad, quien hizo de la intuición herramienta de sus textos y el vértice
de su escritura sensible.
Agrego, en vertiginosa catarata, algo de lo mucho y
demás que poblaron y pueblan mi vida y también me han “descolocado”: el tesoro
artístico del Museo de Bellas Artes Juan B. Castagnino, León Ferrari en “La
civilización occidental y cristiana”, Marta Minujín, Luis Felipe “Yuyo” Noé,
cómo no decir Berni, Pujía, Julio Le Parc’?
Saltearse a
Yupanqui, Piazzolla, Vinicius, Barenboim, Julio Bocca en el Basilio de “Don
Quijote”, a Marta Argerich?
Fui de la
mano de Irene Vallejo en “El infinito en un junco”, recorriendo la
escritura de todos, estuve con Elena Poniatowska, con Sartre y el Castor.
Sólo diré
con Siri Hustvedt, para cerrar, que leer y escribir alteran nuestra
organización cerebral: es decir, el fluir de la vida que se nos manifiesta
plena de significados y nos envuelve en emoción.
18:
NATALIA SCHAPIRO
Me descoloca la prosa de Samanta
Schweblin. Te instala en lo cotidiano, estás en un bar oyendo la típica
conversación de alguien que le pide al mozo papas fritas, o en la vereda, junto
al grupo de madres y padres que esperan que salgan sus hijos de la escuela. De
pronto el mundo se quiebra, caés por una alcantarilla, se abre un pasadizo que
te lleva a un universo desconocido, siniestro, donde se subvierte lo obvio,
otra faceta de la humanidad cobra presencia.
Los primeros en sacudirme fueron los
poetas surrealistas. La ruptura de la sintaxis, en revolución permanente, el
quiebre de las reglas que conocemos y nos ordenan, la posibilidad de dar vuelta
el lenguaje, que sea un globo aerostático que pueda llevarte a cualquier parte.
De adolescente me impactó mucho el poema “Unión libre” de André Breton, en el
que despliega unas imágenes increíbles, estallan las metáforas para describir a
su mujer. No puedo evitar compartir
algunos versos al releerlo:
(…)
Con talle de reloj de arena
Mi
mujer con talle de nutria entre los dientes del tigre
(…)
Con
dientes de huellas de ratón blanco sobre la tierra blanca
(…)
Con
cejas de borde de nido de golondrinas
(…)
Mi
mujer con muñecas de fósforos
(…)
Mi
mujer con pies de iniciales
Con
pies de manojos de llaves con pies de pajaritos que beben
(…)
Mi
mujer con espalda de pájaro que huye vertical
(…)
Mi
mujer con caderas de barca
(…)
Mi
mujer con sexo de alga y de bombones viejos (…)
También redescubrí ese juego al leer “Caza
de conejos” de Mario Levrero, que salta y juega a las escondidas con las
palabras, hace estallar cada ladrillo de sentido común que endurece nuestra
mirada. La única regla es que todas las reglas pueden (¿deben?) ser
transgredidas.
Me seduce la propuesta surrealista de
hacer añicos el muro de lo obvio, el lenguaje inventa un cielo con estrellas
nunca vistas, el lector es invitado a mojarse las patas en un lago con peces de
colores.
Algo de ese efecto sorpresa también me
produce Alejandra Pizarnik, aunque, por supuesto, con un tono más lúgubre y
fragmentario. El lenguaje se disgrega y en esas fisuras teje su bella
extrañeza. “Cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado” las palabras
remiten a zonas desconocidas, te llevan en un barco donde se abre un paisaje
otro, que puede transformarse en un pantano que angustia y cautiva a la
vez.
19: NORA PATRICIA NARDO
Guy Debord (1931-1994) fue un revolucionario filósofo, escritor y
cineasta francés. Lo que más me descolocó de él fue su lucidez para observar cómo
la realidad se transformaba en una mera representación de imágenes y los seres
humanos en consumidores pasivos. Su anticipación a estos tiempos líquidos se
evidencia, cuando en 1967, escribió “La sociedad del espectáculo”. Me
deslumbró su profundidad para mirar el mundo y su forma de escritura que
combina filosofía, poesía y sociología. Ya vislumbraba una sociedad dominada por el consumo, la
pérdida de la autenticidad y la mercantilización de la vida cotidiana.
Pareciera hablar del presente. Es un texto que incomoda porque interpela. El
espectáculo “no es un conjunto de imágenes sino las relaciones entre las
personas mediatizadas por imágenes” escribió y también advirtió: “Nuestro tiempo... prefiere la imagen a
la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia
al ser...”. “El
arte de la conversación está muerto, y pronto lo estarán casi todos los que
saben hablar”. Destaco su espíritu de resistencia y de lucha.
Fue fundador de la “Internacional Situacionista”, grupo de vanguardia que buscó
transformar la vida cotidiana a través de la experimentación artística y
política. “La
sociedad del espectáculo” formó
parte importante de esa obra total, de su modo de habitar el mundo y
resistirlo.
Hilma af Klint
(1862-1944) fue una artista pionera del arte abstracto, anterior a Kandinsky y,
sin embargo, permaneció invisibilizada durante décadas. Lo que más me sorprendió
fue descubrir una obra tan visionaria que había quedado arrumbada y silenciada
por tanto tiempo. Esa demora, ese silencio histórico, me impresiona
profundamente. Su primera gran retrospectiva recién llegó en 2013, un siglo
después de haber creado sus piezas más potentes. Las obras que más me
conmovieron fueron: “Las pinturas para el templo”, 193 trabajos realizados entre 1906 y 1915, organizados en
distintas series y formatos. En ellas hay una búsqueda simbólica intensa y una
energía espiritual que intenta revelar dimensiones casi invisibles. Sus formas
y sus colores parecen anticiparse a su tiempo. No obstante, incluso hoy su obra
no termina de ser plenamente reconocida. Su posición de outsider -una artista
que trabajó más allá de las normas establecidas y que aún descoloca al sistema
que la ignoró- persiste. A esto se suma su condición de mujer, en una época en
la que las voces femeninas, en la pintura, la literatura y todas las artes
difícilmente encontraban legitimación.
Roland Barthes (1915-1980), en su libro “Fragmentos
de un discurso amoroso”, me indujo a detenerme en frases que tenía que
releer varias veces. Por ejemplo, “quiero comprenderme, hacerme comprender,
hacerme conocer, hacerme abrazar, quiero que alguien me lleve consigo” o
ese proverbio chino que dice que “el lugar más sombrío está siempre bajo la
lámpara”. Barthes escribe un discurso lírico, íntimo, donde cada fragmento
toca el alma a su modo. Ese libro me descoloca porque me obliga a pensarme,
mirarme, y también mirar al otro, que me devuelve mi mirada, de otra manera.
20: PATRICIA NASELLO
Tengo para mí que, quien desee alcanzar
una verdad a través de la realidad, puede hacerlo leyendo a John Steinbeck en “Las uvas de la ira”, o a Marco Denevi en
“Rosaura a las diez”. Del
mismo modo, quien desee llegar a una verdad a través de confrontación, debería
leer a Friedrich Nietzsche en “Así
habló Zaratustra” y a Andrés Rivera en “La revolución es un sueño eterno”. Así también, quien desee arribar
a la verdad a través de la belleza, le convendrá elegir “Kalpa imperial” de Angélica Gorodischer,
a Liliana Bodoc en la trilogía de “Los
confines” y a Italo Calvino en “Las
ciudades invisibles”. Todos los nombrados, libros que iluminan. Incluso, en
ocasiones, nos forzarán a ver, sin sombra de duda que apacigüe el ánimo o la
conciencia, aquello que hubiésemos preferido ignorar.
Sin embargo, gracias a que la propuesta de
Rolando Revagliatti me conduce a revisitar a aquellos artistas cuyos trabajos
me “descolocaron”, faltaría a la honradez intelectual si no nombrara a Paul
Klee. Mi vida cambió de una vez y para siempre por causa de su
obra. Concluía la década del ochenta cuando cierta tarde decidí atender un
documental acerca de la obra de este famoso artista plástico. Fascinada por su
trabajo, y sin olvidar mi completa falta de habilidad para el dibujo, me propuse
imaginar un cuadro y describirlo con palabras. En “El escritor y sus fantasmas”, Ernesto Sábato expresa que dentro de
todo lector empedernido vive un escritor que puede, o no, manifestarse. Para mi
sorpresa, aquella tarde escribí mi primer cuento. Y ya nunca me detuve. Siempre
he considerado al arte de Klee, a su luz, como el origen de mi llamado
escritural.
Estos fueron parte de los hechos. Para
decirlos completos y ya retornando al arte de la literatura, confieso que
Augusto Monterroso con su “La
oveja negra y otras fábulas”, la autenticidad profunda que logra en sus
brevísimos textos, me golpeó con la potencia de un rayo. Fábulas preñadas de
una luz que duele sin dramatismos. De allí a encontrarme con “La sueñera” de Ana María Shua y a “Esperan la mañana verde” de María Rosa
Lojo, apenas medió un paso. Escritoras a las que ya nunca dejé de leer.
Para completar este sucinto análisis deseo
nombrar varios de los cuentos que dejaron una huella indeleble en mi memoria.
En el ámbito del terror realista, “La
gallina degollada” y “El matadero”,
escritos por Horacio Quiroga y Esteban Echeverría respectivamente. Maravillosos juegos intelectuales, “La casa de Asterión” de Jorge Luis
Borges y “Continuidad de los
parques” de Julio Cortázar.
Drama, “Encender un fuego” escrito por Jack London. A caballo entre el
género realista y el fantástico “Los
objetos” de Silvina Ocampo. No cerraré este párrafo sin nombrar al
inclasificable “Ante la ley” de
Franz Kafka. Sé que menciono textos clásicos, pero tengo una deuda tan grande
con ellos, con la dicha de su lectura, que siento que es mi deber nombrarlos.
Como también sé, y lamento, haber dejado de lado muchos otros igualmente
extraordinarios.
Me despido con un recuerdo amoroso hacia
Hans Christian Andersen y los hermanos Grimm, quienes, durante aquel período
indeterminado dado en llamar infancia, me pusieron en el espléndido camino del
goce estético a través de la palabra.
Gracias, Rolando, por esta encantadora
propuesta que culmino de escribir con una sonrisa.
21: SILVIA RODRÍGUEZ ARES
Registros de la fascinación. Tengo nueve
años y leo en una placa de bronce: “Quisiera esta tarde divina de octubre /
pasear por la orilla lejana del mar…” Una mujer de piedra, con los cabellos
al viento, está a punto de arrojarse a la corriente y yo la miro, no me atrevo
a detenerla, tampoco quiero que se vaya. Entonces, la llevo conmigo, la
consuelo, recorremos la playa, la arena se queda en mis manos y sus poemas se
esparcen en la orilla: “Dientes de flores, cofia de rocío / manos de
hierbas…”
El impacto de esa niña al conocer a
Alfonsina Storni nunca se agota, la mujer adulta que soy sigue fascinada con la
obra de la gran poeta: “¿Qué diría la gente, recortada y vacía, / si un día
fortuito, por ultrafantasía, / me tiñera el cabello de plateado y violeta…” Es
increíble que el hecho “ultrafantástico” que imagina Storni hoy es algo
corriente y cotidiano, vemos a menudo cabelleras teñidas de los más diversos
colores. Lo que no abunda ni se repite es su brillantez poética, única y
eterna.
Años después, ya estudiante de Letras, me
“descoloca” y quedo maravillada ante una película que comienza en blanco y
negro y se sitúa en Berlín: “Las alas del deseo’, de Wim Wenders. La mirada de
los dos ángeles me atrapa, el narrador es un poeta, y la voz en off recita a
Peter Handke: “Cuando el niño era niño / andaba con los brazos colgando, /
quería que el arroyo fuera un río, / que el río fuera un torrente / y que este
charco fuera el mar. / Cuando el niño era niño no sabía que era niño, / para él
todo estaba animado / y todas las almas eran una.” El ángel Daniel se
enamora de una chica y cae, se vuelve frágil, humano. Salgo del cine en
éxtasis, levitando, fuera de este mundo.
Sigo andando, y otro fogonazo: “Me
ilumino de inmenso.” Este verso de Giuseppe Ungaretti me atraviesa. Tanta
intensidad condensada, oh maravilla de la palabra. “Balaustrada de brisa /
para apoyar esta tarde / mi melancolía.” Durante un tiempo, la poesía de
Ungaretti es mi obsesión, la voz de los dioses, el verbo que produce el
milagro.
Hasta que llega, para incorporarse e
instalarse en mi Olimpo personal, alguien que exclama y pregunta: “¿Quién,
si yo gritara, me escucharía entre las órdenes / angélicas? Y aun si de repente
algún ángel / me apretara contra su corazón, me suprimiría / su existencia más
fuerte. Pues la belleza no es nada / sino el principio de lo terrible, lo que
apenas somos capaces / de soportar, lo que sólo admiramos porque serenamente /
desdeña destrozarnos. Todo ángel es terrible.” Este es el comienzo de la “Elegía
I” de Rainer Maria Rilke. Voz mágica, etérea, luminosa a la vez que sombría.
Versos como rayos que resuenan en mi mente y tocan mi corazón voluble, tan dispuesto
al nuevo latido, al asombro que descoloca y hace de este pálido mundo un lugar
por momentos fascinante.
22: SOLEDAD GUTIÉRREZ EGUÍA
En respuesta a la pregunta formulada,
resulta imprescindible destacar y subrayar, en ausencia de orden jerárquico,
las obras de Fernando Antonio Nogueira Pessoa (1888-1835) y Chantal Maillard
(1951-). El corpus de cada autor brilla en su propio derecho. Por su unicidad,
valor intrínseco y autenticidad.
El primero de los autores, nacido en
Lisboa, Portugal, fue uno de los mayores genios literarios del siglo XX. Logró
escindirse en más de setenta heterónimos. Llevando así al extremo a la poiesis.
La estética pessoana, fundamenta la multiplicidad en la unidad. Las obras,
arquetipos del enigma, de escritura pesimista, solitaria y melancólica,
conforman una escalera en espiral, donde el trayecto está marcado por el tedio,
el hastío y la saudade, un anhelo de vuelta y de regreso a lo primordial.
Entrelazan ciencia, arte, ética y religiosidad.
En el sujeto pessoano nos encontramos con
el caos, la indeterminación.
Al “Libro del desasosiego”, obra
cumbre, podemos llamarla la Biblia Pessoana. Diseño rigurosamente lúcido de un
tratado de estética, poética y filosofía. De carácter confesional, el texto
mismo es una autobiografía. Intimista, reflexiona sobre la introspección, el
existencialismo, la soledad y, sobre todo, los sueños; en una obra laberíntica
y metafísica. Una geometría del abismo.
Pessoa fue “nadie” y a la vez el universo
entero.
Chantal Maillard, filosofa, ensayista y
poeta, nacida en Bruselas, ha logrado alcanzar una voz única y radical. Ha ido
trascendiendo progresivamente los géneros, desde su cuatrilogía de diarios (“Filosofía en los días críticos”, “Diarios
indios”, “Husos” y “Bélgica”, reunidos todos ellos en “La arena entre los dedos”, libro
desconcertante debido a su maestría intelectual) a la escritura híbrida de las
obras últimas.
Chantal, hace de la propia conciencia
objeto de reflexión. Subraya el método de observación del proceso mental.
Habitada de resonancias, estados
cognitivos, territorios por desvelar; lucha contra los conceptos, contra lo
prejuzgado. “Nadie puede escribir fuera de su experiencia vital”,
manifiesta. Explora la deconstrucción, asimismo una ética que reemplace la
moral defensiva.
“La compasión difícil”, en palabras de la autora, es un libro incómodo, censurado y maldito. “La
vida no es un bien, no hay razón por lo menos para suponer que lo sea”,
sostiene. Aborda el tema: El hambre, el círculo del hambre. Interpela respecto
a traer hijos al mundo. “Porque seguimos pensando que el nacimiento es algo
que debe ser”. “Caer al mundo es oficio de tinieblas”, sentencia.
A partir de “La compasión difícil”, nace “Medea”, historia de la culpa. “El daño no se cura con bálsamos
sino destejiendo la trama que nos mantiene presos”. Medea encarna la
hybris, el conflicto interior.
A raíz de “La mujer de pie”, una invitación a la escucha, una reflexión sobre
la enfermedad, surge “La herida en
la lengua”, revelación de la extrañeza de vivir y la incapacidad del
lenguaje para dar cuenta de ello. Expone la violencia, el dolor, la inocencia y
la fragilidad del animal que nos habita.
Maillard nos aporta diagnósticos y
propuestas a modo de utopías. Diarios, ensayos y poesía se entrelazan
indisolublemente con un solo objetivo común, averiguar qué hay “abajo del
abajo” de cada cual.
23: SUSANA GIRAUDO
Siempre sentí hambre por develar el
misterio del arte. No cualquier obra me produce una conmoción tal que dejo de
percibir el entorno para entregarme a la sensación. Conmoción (del latín conmotio)
quiere decir cambio de ánimo por sorpresa. He admirado de manera presencial y
por libros de arte, innumerables obras, y llegué a la conclusión de que la
arquitectura y la pintura son el arte que marca el tiempo histórico. Las
pinturas rupestres que llevaron al hombre a dejar marcas de su tiempo, hasta la
obra de Antoni Gaudí en Barcelona, que sigue en marcha con su proyecto bello y
misterioso. Con el “Guernica” de Pablo Picasso ante mis ojos, enmudecí y supe
que ese impacto de dolor, dejó constancia de la inocencia de un pueblo que no
sabía porqué la muerte venía del cielo. Tal como la contemplación de la
fotografía de aquella niña que escapaba desnuda y despavorida de la
deflagración de Hiroshima. La “Polonesa heroica” de Chopin mueve hasta mis vísceras,
sabiendo de la voluntad del joven músico que dejó tanta belleza y amor a su
tierra que dispuso al morir que su corazón, viajara a su destino actual,
Polonia. Hablar de literatura sería ocupar este espacio a la más grande pasión
de mi vida.
24: SYLVIA CIRILHO
Desde siempre he devorado cultura americana,
tal vez por mi raíz y mi raza misturada o por la poesía libre y personal de
movimientos en lucha o al margen de algunas convenciones sociales, o tal vez,
pienso, por una postura ante la vida. Muchos autores de movimientos literarios
han logrado impresionar e influenciarme a mi entero gusto, favorablemente (aunque
algún tallerista de escritura me haya dicho que cambie). Formas y placeres míos
que en el hoy permanecen.
He seguido muy de cerca a autores del infrarrealismo
mejicano, tales como José Alfredo Cendejas (a) Mario Santiago Papasquiaro en su
“Aullido de cisne” y en su obra y el manifiesto “Nada utópico nos es
ajeno”, compendio maravilloso en donde José Vicente Anaya logra descolocarme
tanto como el anterior. No perseguir la inmortalidad en la escritura ni fama en
los versos: Yo solo escribo el bosquejo de mi voz que te jode.
Elijo obras y autores ocultos al ojo y
telescopio y conformados por alguna luz que me lleve a buscar leerlos y
aprehenderlos. No sigo al Olimpo de algunos “consagrados” sino que me lleva
profundamente la necesidad de leer otras músicas en la escritura.
Así, Roberto Bolaños en la búsqueda de
Cesárea Tinajero en los desiertos de Sonora, Jorge Amado en el grito de “Tocaia
grande”, Bruno Montané en la definición poética, la imagen en absoluto, el
Sistema Poético del Mundo, lo órfico-pitagórico, el Curso Délfico, el Siglo de
Oro, lo barroco americano, el banquete infinito de los pordioseros, las Eras
Imaginarias y, como alumna de Cecilia Drummond de Andrade, todo lo del viejo
querido Carlos Drummond de Andrade y en língua portuguesa -la leo y
escribo- con su “…Penetra sordamente en el reino de las palabras. Allá están
los poemas que esperan ser escritos.”
Resulta difícil mencionar las
circunvoluciones que se han agitado en mí desde que recuerdo haber leído e
investigado -en la torpe forma robada al escaso tiempo- a autores como Mahfúd
Massis, Juan Bañuelos, Salvador Bécquer Puig, Ernesto Cardenal, Roque Dalton,
Leopoldo Marechal. Todos ellos han dejado un camino en mi cuerpo, todos han
salpicado de algún fuego y aún hoy, sigo encontrándome en sus versos.
25:
VIVIANA BERMÚDEZ-ARCEO
Acepté la invitación de mi amigo. Una
exposición de cuadros famosos que había recorrido varios países y por eso me apresuré
para la experiencia publicitada como innovadora, de inmersión en la realidad
virtual aumentada. Una ligera atmósfera de ansiedad me cubrió en el inicio del
viaje, al escudriñar las pinturas, a través de pequeños agujeros, un ínfimo
sector de claridad contrario a los paneles laterales y al techo, totalmente
negros. Espiar, como en la adolescencia, en el cine de barrio, junto a una
amiga. Allí venían las tomas inquietantes de Drácula. Espiar, mitad temor,
mitad goce, a través de los ojales del tapado. En la última sala nos dieron un
visor que me ajusté y comenzó a instalarse un panorama desconocido pero simple,
una baranda, algunos sectores de una famosa pintura, detalles de plantas. Sin
embargo, algo nimio ya despuntaba hasta ser confuso. Lo notaba: mi pulso se
había acelerado porque una suerte de nube grisácea se había aposentado en mi
cerebro. Todo empezó a estar suspendido, lento, mientras unas columnas dóricas
e inestables blanqueaban sectores irreconocibles. Fue inesperada la aparición,
pero presentida, si quiero ser sincera: una figura pálida de estatua, como un
espectro estaba a mi lado y aunque era un busto clásico de estatua, sin brazos
ni piernas, se deslizaba y se deslizaba, todavía dándome la espalda. Esto
comenzó a atormentarme. Lo terrible me había descolocado. Me preguntaba en
medio de mi neblina, si yo continuaba siendo yo. ¿Yo estaba dentro de mí
todavía? ¿Era este un terror justificado? Imágenes de recuerdos estrellados
como ángulos punzantes en mi cabeza. Dentro del visor mis ojos se cerraban con
la fuerza que parte de mí les imponía, pero el temor, no sólo silencioso, sino
sobre todo vergonzante, me inundaba. Sabía muy bien mi miedo que la figura
voltearía, mostrándome los ojos terriblemente vidriosos, como los de aquel
Auriga que había visto en Delfos, destellando líneas como ascuas, que vendrían
amenazantes y me desplomarían. Sentí que demasiados segundos o minutos había
otorgado, condescendiente a esas provocaciones que lograban desestabilizarme y
sumergirme en un delirio de percepción que no estaba en condiciones de juzgar
si correspondía a lo que yo juzgaba como
realidad. Esa especie de locura
que me estaba trabajando hizo que me arrancara el visor y sin siquiera levantar
la mano para pedir ayuda a la asistente, como habían indicado, lo largué en algún lugar de ese
espacio turbador. Mi retirada fue rápida y quizás sorprendente para los otros,
a quienes no me distraje en mirar, incluido mi amigo, que seguramente andaría
como un zombi, atontado al tantear esas realidades engañosas y perturbadoras,
como yo había observado antes de introducirme en la sala y su torbellino.
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