Prof. Dra. Susana Santos
Violencia, engaño y muerte
Tres narraciones
componen Relatos negros (1). Son “El
amigo de Paraguay”, “El chico que sabía demasiado” y “El infierno bronceado”,
según el orden del índice. Dicen de una especial destreza del autor para
componer sus mundos y de una manera no menos especial para ofrecerlos,
abiertos, a quienes lo lean. Desde la primera página la prosa de Luis Benítez
(2), poeta, novelista, ensayista argentino, nos tiene y nos hace presentes.
Uno de los rasgos
más característicos – y más amenos- del libro en su conjunto lo debe al que la
construcción de las respectivas tramas narrativas vaya estableciendo entre
dudas y preguntas un diálogo sutil pero jamás imperceptible. Que tiene como
premisa que la verdad es un enigma - sostén del género policial como de la
práctica psicoanalítica- y el que conocerla o desambiguarla es necesario sin
ser imposible. Premisa que fue el punto de partida en la década de 1940
argentina de la colección de policiales “El séptimo círculo” y de sus creadores
y directores, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Este último, en
particular su novela El sueño de los
héroes, es una sombra o luz tutelar que se abre camino en la oscuridad que
los relatos de Benítez anuncian desde su título.
Los tres relatos
de Relatos negros tienen en su centro
narrativo el crimen. Pero ni sus móviles ni sus realizaciones ajustan este
libro de Benítez en la categoría genérica de narrativa policial. Antes bien
parece interesarle al autor cierta faz privada, parece seguir las reacciones de
protagonistas que no se mueven en la esfera de la familia, la amistad o las
relaciones amorosas.
Mientras yo agonizo
¿A quién le
cuenta el narrador protagonista de “El amigo de Paraguay” el episodio que ha
vivido en una provincia argentina y que recuerda agónico mientras mira por una
ventana que le ofrece la vista de la
bahía de Guanabara envuelta en la niebla? En las aguas ve un pequeño velero,
uno solo como solo está el moribundo, luchando contra la corriente, que intenta
llegar a puerto, aunque acaso no sea algo que a él interese.
En su
desarrollo, este relato, cuyo marco nos evoca tantos otros de la historia
literaria -de Faulkner, de Conrad, de Maugham, de Gide o de Martin du Gard,
para citar sólo los de un mismo temple y una misma época-, se centra en un momento de la vida de un ex
policía paraguayo, degradado de la fuerza por haber dado muerte, en defensa
propia, al Suizo, a Helmut von Schönhausen, al ‘Carnicero de Benso’, al “amigo personal de tanta gente que
tiene que ver con tu presidente” (el general Stroessner). Prófugo en Argentina,
buscará ayuda en su padrino “ojitos pequeños y celestes, fríos como un pedazo
de hielo”, un intocable que lo recomienda para una ‘tarea’.
Con un papelito
de recomendación y una 38, el ex policía se dirige a Retiro para tomar el tren
que lo llevará a destino: “El paisaje me estaba arrullando, mudo como era, y yo
me estaba durmiendo y despertando cada vez más espaciadamente, confiando ya en
que terminaría sumergido en un pozo negro y tan sin final como la llanura que
parecía moverse fuera del tren”.
Llegado a la
estación se encuentra con el Cholo, paisano de boina blanca que será el
Virgilio de una seguidilla de alucinantes peripecias a la manera de un thriller. El siguiente encuentro será
con el patrón, un hombre de pelo rojizo que le revela el propósito del contrato.
Debe matar a Segundo Gauna, tan célebre como su Winchester, una leyenda local,
un caso que “parecía asunto de otro siglo”. Los motivos del señor de esas soledades
propietario y contratante se resumían en el de vengar la muerte a traición de
su hermano, que -decía el patrón- Gauna había matado por la espalda en un
asalto.
Como termina
esta historia sólo se sabrá al final de “El amigo de Paraguay”. Sólo digamos
que los perseguidores rápidamente se vuelven también perseguidos, y que todo
mal amigo argentino puede volverse buen enemigo paraguayo. Y viceversas.
Cuento de clarividencia, de perversión y de muertes
¿A quién se
dirige el funcionario de Hacienda e investigador innominado de una misteriosa
organización que escribe el informe que relata el origen de la trama y ratifica
el desenlace de “El chico que sabía demasiado”?
En su principio
está la foto de un joven de veinticinco años muerto por su propia mano. Impone
de manera obligada la pregunta ‘¿qué lo llevó a suicidarse?’ La respuesta la
dará el vocero de una organización, en una villa al sur de la capitalina
Madrid. Quien redacta el informe, funcionario de Hacienda y miembro de una
organización, pasada ya una década, nos apela “Usted y su conciencia decidirán
qué actitud tomar una vez que le hayamos informado lo que averiguamos al
respecto, pero tome en cuenta que nuestra postura ha originado ya varias
frustraciones en nuestras filas como para que usted se tome este asunto en
solfa. No somos escritores, no estamos en condiciones de realizar ejercicios de
estilo y que, si hemos elegido este medio para comunicárselo, ha sido meramente
porque no nos ha quedado ningún otro recurso. La prensa, en su mayor parte
controlada por aquellos a los que lesiona nuestra actividad, silencia
invariablemente nuestras denuncias”.
El relato avanza
con orden cronológico. Horacio vive con sus padres, Joaquín y Marta. En ocasión
de su visita al prostíbulo acompañado por su padre para una iniciación “que
cumplió como el que más” se reveló su dotación, para la videncia. Progresivamente
codiciosos, sus padres instrumentalizaron estas dotes para ubicar objetos
perdidos, anticipar cambios climáticos, y luego conocer de antemano números de
lotería ganadores. Aquello que primero habían estimado como una monstruosidad, una
anomalía que los llevó a consultar a desde médicos hasta una una curandera
recomendada por la tía Sabina, derivaría en beneficios futuros para la familia.
En rigor, solo para los padres que aumentaron sus depósitos de dinero, que
diversificaron en variadas cuentas bancarias, para disimular la acumulación
creciente. Y aún para evitar sospechas decidieron acumular efectivo en el desván
de la casa. En ese cuarto del tesoro fueron creciendo los fajos de billetes,
cuyo origen era una suerte excesiva, imposible, un niño aislado en su
habitación, con más contactos con los hechos futuros del mundo que con las
cosas concretas de su presente.
El informante
que redacta el informe que leemos, y en el cual consiste “El chico que sabía
demasiado”, dice no ser un escritor. El autor de Relatos negros, que en la dedicatoria de su libro evoca otra, a
otro miglior fabbro, sí lo es, y el
desenlace del relato está reservado a su última, definitiva, abrumadora línea
final.
Esto
no es el paraíso
¿A quién se
dirige la confesión del adolescente autor de los asesinatos ‘en serie’ que se suceden
en “El infierno bronceado”? Un cuádruple crimen en Almejas, con su playa frente
al océano Pacífico. Y uno de los muertos es un hombre mayor, de pelo canoso.
Por sus vinculaciones con la legación diplomática italiana concita en
particular la atención de la Policía. En el lugar del crimen, un oficial de la
Fuerza se roba una cadenita de oro. El autor, Luis Benítez, lo sabe, porque
esto sostiene a su narrativa: todo restablecimiento del Orden conlleva su
contradicción. Y nos evoca tantos relatos chilenos de confesiones
de criminales, desde Hijo de ladrón
hasta Eloy o El río.
El pendejo
Simpson hablará bajo la insinuación de los golpes y de la picana en ‘El
cuartito’ con techo de lata ardiente por
el sol del verano. Dice que conoció al Vago, autor intelectual del frustrado
robo hace tres veranos cuando le compraba marihuana. Fue el Vago que planificó el
fallido robo en la casa de la familia Schenone, cuyos integrantes (el
diplomático, su hija y su anciana madre en silla de ruedas) impensadamente
regresaron de la playa.
Codas
¿A quién se
dirige el narrador de cada uno de los Relatos
Negros? No a todos en general, sino a cada lector en especial. Y su
consecuencia es su logro: un espacio para la revelación propiciado entre la
confesión y la confidencia. En las respectivas secuencias de los hechos, el
lector es menos el anónimo testigo o el casual escucha de una historia que le
cuentan a otro que interlocutor de un discurso reservado. Así nos enteramos de
las evocaciones de un hombre que agoniza “El amigo paraguayo”, la revelación de
un secreto por parte del narrador de “El chico que sabía demasiado” que es el
secreto del narrador (y de la narración) y la confesión de un asesinato sin
premeditación narrada en frío, consumada la furia sin alevosía, por el
adolescente que oímos, cuya voz leemos en “El infierno bronceado”.
El narrador de “El
amigo paraguayo” hace girar la historia: el rememorar de una conciencia lúcida
en sus próximos últimos momentos le advierte que hay cosas que no se comprenden.
“El chico que sabía demasiado” desarrolla en simultáneo a los hechos narrados
el proceso de escritura de un informe que trata la vida de un adolescente cuyo
luctuoso fin sería el suicidio pero pareciera decirnos que toda representación
del mundo no puede ser sino plural. El final “Infierno bronceado” nos dice de
que se trata. Es un episodio contemporáneo en el revés de su trama, en las
contingencias que lo constituyen una suerte de fatum, más que moderno, o posmoderno, que actualiza una ley
estética. Se trata de literatura.
Prof.
Dra. Susana Santos (3)
REFERENCIAS
(1)Ediciones
Diotima, ISBN 978-631-90320-8-6, 122 pp., Buenos Aires, 2024. https://www.diotima.ar/
(3)Doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires, investigadora
y docente universitaria de Literatura Hispanoamericana en grado y posgrado,
especialista en estudios andinos, Susana Santos es autora de libros y artículos
sobre la historia, las sociedades y las culturas de América Latina.
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