Jorge Etcheverry
La tierra es el interior de una ballena y nosotros somos unas bacterias
adentro. Eso dijo la niña de unos seis años con sus palabras recién adquiridas,
mientras el doctor trataba de discernir las raíces de esa fantasía: la hija de
familia católica de clase media para quienes la biblia se conoce en las
aburridas misas de once, desprovista de la enorme mitología escatológica de los
protestantes, que la hacen carne de sus más recónditos temores, de sus deseos
más ocultos. La conexión o resonancia de la teoría horbigueriana, la inhospitalaria
tierra hueca o esa visión más desolada
de un universo de roca maciza interminable y el planeta una burbuja en su
interior, le vinieron a la mente. Pero por otra parte el facultativo no dejaba
de pensar en la vida al descampado del espacio, que los físicos trataban de configurar
según sus más ingenuos ideales, necesarios para su trabajo porque, ¿a qué
estudiar las anfractuosidades posibles de un monstruo incógnito, que no sabemos
si existe? Y esas grandes mentes se sentían cómodas en el seno de una entidad
que era su sueño infantil y ponían el rostro del orden y de dios a ese caos
entrevisto e incognoscible. El psicólogo (o siquiatra) sorbió lentamente su
taza de té de hierbas y se dijo sí, en el espejo del estudio se revelaba su
cara ajada, de un hombre de su edad, que despedía al mundo desde su mirada
borrosa, qué mejor que eso, el interior de un vasto ser vivo, cálido materno y
femenino, como contrapartida a este planeta achurado de líneas de horror, una
mota más en un infinito que se desconoce.
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