Saturday, February 29, 2020

Jardín


Jorge Etcheverry



Evidentemente se trata de un patio interior, de ésos que son comunes en las casas antiguas de ese sector. Alguna vez alguien me dijo que en alguna otra capital ya las habrían pasado al patrimonio de la Unesco. Por ejemplo mi amigo Sergio (cuyo apellido y dirección exacta no voy a dar por razones obvias), tenía una casa parecida, con un patio interior casi idéntico, herencia de sus padres. ¡Qué jardín!.  Pero en realidad eso es solo la primera impresión. Este jardín no es como ninguno que haya visto antes. Hay una fuentecita al centro, blanca, de algo que parece pero no es mármol. Hay a su alrededor cactáceas de todas formas y colores; algunas amapolas—creo—y unas como magnolias, gruesas, unos como lotos en la fuente, y a lo mejor—no estoy seguro porque nunca he visto ninguna al natural—unas orquídeas.  Hay aceitosos laureles y gomeros, otras especies que no reconozco, que no he visto nunca, y una hierba menuda, algo así como un trébol, como una tupida espuma verde que se derrama sobre los mosaicos.  De alguna manera y por un instante fugaz me acuerdo de las plazas en que jugaba cuando niño, de los jardines de las casas en que vivimos con mi familia, de mi abuela llevándome al Parque Japonés donde jugaba con bellotas, de la Plaza Montt en Nuñoa, con su fuente en la que nadaban peces rojos y plateados, y en fin, de los parques, de todos los parques, remansos rodeados de las enormes moles hostiles y ennegrecidas de las ciudades, aplastados por una atmósfera de gases nocivos, de vientre de plomo.  Es ahí donde se reúnen los vagabundos, juegan los niños y las parejas tardías llegan a la furtiva fornicación.  Un ruido me hace volver a la realidad: es el agua que se rebalsa de la fuente y corre por los mosaicos indescifrables.  Otro ruido: unos pasos furtivos al otro lado de un macizo de rosales floridos.  Puedo vislumbrar una sombra adosada al muro.  Una silueta borrosa que comienza a hacer visible.


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