Jorge Etcheverry
Evidentemente se trata de un patio
interior, de ésos que son comunes en las casas antiguas de ese sector. Alguna
vez alguien me dijo que en alguna otra capital ya las habrían pasado al
patrimonio de la Unesco. Por ejemplo mi amigo Sergio (cuyo apellido y dirección
exacta no voy a dar por razones obvias), tenía una casa parecida, con un patio
interior casi idéntico, herencia de sus padres. ¡Qué jardín!. Pero en realidad eso es solo la primera
impresión. Este jardín no es como ninguno que haya visto antes. Hay una
fuentecita al centro, blanca, de algo que parece pero no es mármol. Hay a su
alrededor cactáceas de todas formas y colores; algunas amapolas—creo—y unas como
magnolias, gruesas, unos como lotos en la fuente, y a lo mejor—no estoy seguro
porque nunca he visto ninguna al natural—unas orquídeas. Hay aceitosos laureles y gomeros, otras
especies que no reconozco, que no he visto nunca, y una hierba menuda, algo así
como un trébol, como una tupida espuma verde que se derrama sobre los
mosaicos. De alguna manera y por un
instante fugaz me acuerdo de las plazas en que jugaba cuando niño, de los
jardines de las casas en que vivimos con mi familia, de mi abuela llevándome al
Parque Japonés donde jugaba con bellotas, de la Plaza Montt en Nuñoa, con su
fuente en la que nadaban peces rojos y plateados, y en fin, de los parques, de
todos los parques, remansos rodeados de las enormes moles hostiles y
ennegrecidas de las ciudades, aplastados por una atmósfera de gases nocivos, de
vientre de plomo. Es ahí donde se reúnen
los vagabundos, juegan los niños y las parejas tardías llegan a la furtiva
fornicación. Un ruido me hace volver a
la realidad: es el agua que se rebalsa de la fuente y corre por los mosaicos
indescifrables. Otro ruido: unos pasos
furtivos al otro lado de un macizo de rosales floridos. Puedo vislumbrar una sombra adosada al
muro. Una silueta borrosa que comienza a
hacer visible.
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