Es ahora que centenares de millones salen a las calles de todo el mundo en todas las zonas horarias. Miles de vigilias congregan a los feligreses de un amplio abanico de credos. Las noches de cien capitales se ven tachonadas de velas votivas mientras prelados de todas las confesiones condenan la guerra en cien distintos idiomas. Los mandatarios encaramados en las espaldas de las naciones ya no pueden establecer acuerdos entre gallos y medianoche con el emperador títere de turno, que rodeado de sus asesores intenta hilvanar un discurso que muestre una chispa de inteligencia, pero que en definitiva y con esa expresión de perplejidad tan conocida por los televidentes, manda pedir un libreto a los poderes económicos que lo manejan desde la sombra.
En estos momentos es necesario salir a la calle, encender velas en la noche, aporrear cacerolas, firmar peticiones, mandar cartas virtuales a los cuatro costados del mundo. Si se detiene esta guerra, y aunque no se detenga, las guerras del futuro se harán más difíciles. Pero hay que devolverle a la gente la facultad de decir no. Si mandatarios elegidos con decálogos de mentiras y sujetos a los dictámenes de las plutocracias intentan negociar a espaldas de la gente el apoyo a las falanges y cohortes imperiales, que se desplegarán por el mundo afianzando políticas basadas en la rapiña, que sea esa gente la que levante la voz y se eche a la calle quizás aún envuelta en el antiguo temor, pero con la sensación cálida de su potencia.
Que todos los poetas del habla castellana y de todas en todos lados se conviertan en otra tantas palomas y se levanten a los cuatro vientos. Que se conviertan en pájaros salvajes que escupen el fuego sagrado de su palabra e imagen, el ácido de la ironía, la hiel amarga de la burla, el humor equívoco de la parodia, denigrando el discurso justificatorio de los apólogos de la masacre y el despojo, sacándole la silla al trasero de los acomodaticios, aserruchándole en piso a los oportunistas.
No hay verdadera creación, no hay argumento intelectual, filosófico ni moral que justifique al imperio, uno o múltiple. Sus razones son el dominio universal, el ansia de poder, el desperdicio material, la explotación humana. Sus portavoces emiten burdos discursos. Intentan la confección de un traje de jirones a partir de los lugares comunes del derecho, la moral, la religión. Que suenan a falso, que hacen florecer chistes, ruborizarse por la vergüenza ajena. No hay un campo intelectual imperialista, sólo escribas a sueldo y desquiciados. Los Capitolios no tiene poetas ni escritores, sólo una rica tradición cuyas cohortes ahora se estarán dando vueltas en la tumba.
El poeta debe emular al Neruda del Canto General. Debe apropiarse y refinar el arsenal antipoético de Parra. Pero también debe inspirarse en el Rimbaud que inventó la poesía de vanguardia desde una barricada en la Comuna de París. Debe compilar listas de los productos materiales e intelectuales de los imperios y convertirlos en veneno en el poema, el reportaje o el video, para que gusten a vinagre en todas las lenguas, para que quemen como amianto en todos los cuerpos, para que revienten el tímpano de todos los oídos y sean evitados como la peste.
Que no haya tanques, escuadrillas de aviones o enjambres de misiles en los campos de batalla de la superestructura cultural. Sólo la voz que celebre al género humano, o ilumine sus debilidades, o se refocile en las vastas recámaras del espíritu, en los laberintos del lenguaje, en los jardines de la metáfora. Pero que no haya ni una sola voz que cante a los imperios, sus lacayos y sus hazañas guerreras.
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