ROLANDO REVAGLIATTI
Mario había ido a bailar (a
ver bailar) al Club Villa Malcom. Yo concurría siempre con mis amigas. Era
avispada —expresión de mi madre—, y con chispa. Y la de más éxito. Bailaba lo
que fuera —“la ardilla tropical”—, no sólo cumbias y lento. Prefería a los
carilindos, y dentro de estos, a los respingones. Le daba muchísima importancia
al pelo de los muchachos. Al corte y a la consistencia. Los lacios me
enloquecían. Pero carilindos, respingones y con espectacular cabellera, me
aburrían soberanamente después de las primeras salidas. El más rescatable
resultó uno al que le decían Larry. Perspicaz, tenía conversación, y estaba
embarcado en un trabajito delineado, de mucha paciencia, conmigo. Pero no
alcanzó.
Mario, contra una columna, me
seguía con la vista, cuando lo descubrí. Evalué. No reunía mis condiciones,
pero tenía encanto. Una cierta tristeza. Vida interior. Pensaba: debe tener
vida interior. Me acerqué a la columna. (A su lado, el urso veterano con orejas
y nariz de boxeador que cuidaba “el orden y la moral del establecimiento”.)
Encaré a Mario sonriendo: No te vi bailar.
Dijo: No sé. Y algo más: Ni boleros. Consideré: Alguien tendría que enseñarte. Y algo
más: Me propongo. El sonrió, por fin,
y me preguntó: ¿Estás segura?
Pasaron muchas cosas en tantos
años. Entre las desagradables están los abortos que me hice (dos). Ya no soy
alegre. Estoy al frente de una perfumería en la que participo como habilitada.
Ando siempre diez puntos (pilchas y maquillaje) y no realizo casi ninguna tarea
doméstica. Volví a estudiar inglés, y practico aerobismo y equitación. Siento
un miedo visceral a que mis padres, con los que aún convivo, fallezcan. Y el
viernes me caso con Mario. Nos vamos a Ranelagh, donde él heredó un laboratorio
de productos químicos para mantenimiento industrial.
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