Tuesday, April 4, 2023

Crónica de la urbe vestigial

Jorge Etcheverry

Los hombres caminaban con paso seguro, evitando las pozas de agua. Se cubrieron la boca como pudieron, con tiras, harapos y pieles, para evitar la evaporación. La temperatura subía, haciendo nacer un olor dulzón, acelerando el proceso de descomposición de los elementos orgánicos, los montones de basura, las ratas ahogadas, que flotaban en los charcos, los hoyos llenos de agua. Un hombre levantó el anguloso rostro, sin suprimir totalmente la curvatura de la espalda. Su enteca nuca dolicocéfala se asomó por enci­ma de las de sus compañeros. Si la temperatura seguía subiendo, so­plaría después el viento, hasta bajarla. Eso significaba más derrumbes, el anegamiento de cuartos de cultivo. Las nubes se retirarían llevadas por el viento, y con el sol llegaría el frío. El viejo se apartó del grupo luego de interrumpir su conversación con Abel, y se metió por una calle lateral. Un ruido sordo estalló a su derecha. Una nu­be de polvo se levantó unas cuadras más allá, en la misma calle. El hombre dio vuelta la cabeza. Otro derrumbe. Cada vez eran más frecuentes los claros, a veces de manzanas enteras, en la ciudad. Los hombres ahora discutían, levantando las manos. Unos eran partidarios de seguir ca­minando, hasta llegar al centro, para efectuar la transacción, esperar otro día podía significar la llegada definitiva del invierno, con to­das sus dificultades. Los otros eran partidarios de enterarse primero de las consecuencias del derrumbe. Era imperativo ayudar a los vecinos, sa­car de los escombros a los heridos y a los muertos, remover las cebo­llas y los tubérculos, aprovechar lo útil que hubiera dejado al descubierto el derrumbe. Al final, como siempre, Abel fue el que dijo la última palabra, y los hombres se encaminaron hacia el lugar, aún ro­deado de una espesa capa de polvo flotante, que se metía en las narices de los vecinos, en sus bocas, haciéndolos estornudar y toser. Los hombres y las mujeres se  afanaban  entre el polvo, algunos ya arrastraban un bulto inanimado y ya semi endurecido, que dejaba una es­tela de sangre. Otros separaban trabajosamente trozos de vigas de made­ra, molduras de yeso y ladrillos enteros.

 

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