Jorge Etcheverry
El Gólem se insinúa de muchas maneras en el teje y maneje cotidiano. Pero vamos a su origen. Formado de arcilla, sirve a su o sus maestros como es su deber, y con lealtad, pero se suele volver loco y amenaza a toda la ciudad. Hace siglos, creo que en Praga, el rabí Loew recibió en sueños la orden de cómo hacerlo. Creado pequeño, el Gólem aumenta sus dimensiones cada día y se hace gigantesco en relación incluso a sus creadores. No está desprovisto de torpeza y puede tornarse violento. Se recomienda que sólo lo dejen salir acompañado. Se crea modelándolo en arcilla. Se lo anima por un proceso de escritura al inscribir en su frente una palabra que significa dios, pero también verdad. En el alfabeto hebreo al suprimir las primeras letras, la palabra pasa a significar él (o ella) está muerto(a). Para desactivarlo, se borran los primeros caracteres y el Gólem vuelve a ser un montón de arcilla inanimada. No así en la vida real. No pude sino asociar a esta creatura con la moderna tecnología que quizás habrá de subsumir, eliminar, superar, esclavizar a sus creadores, nosotros, eso ya lo han dicho infinitos comentadores e interpretadores y extrapoladores del Gólem, eso sí que a nivel macro. Pero tengo la impresión de haber inadvertidamente dado origen a unos cuantos, en el nivel micro, el mundo de la ciudad, de todos los días. Y no crean que digo esto porque no me tomé la pastilla, a veces se me olvida y a veces lo hago a propósito para ver hasta dónde llego. Ayer me tomé la pastilla de nuevo pero todavía esto me sigue dando vueltas. A veces me basta leer el periódico, ver las noticias, o simplemente pasearme por las calles, tomarme un café ocasional, demorado, con aparente descuido. Cuando los descubro, se me erizan los pelos de la nuca. A veces los reconozco cuando pasan, con su andar más bien lento y pesado, a veces incluso irregular, pero preciso, cronométrico. Parece que el que acaba de pasar se dio cuenta de que lo miraba con el rabillo del ojo. Su cara de facciones demasiado corrientes, rayando casi en la simetría, que daban una impresión de inacabadas se fijaron por un momento en mi silueta que se escondía tras un diario en la terraza del café. Me levanté y me introduje en el local con pasos seguros y casuales, eché el diario en un basurero, que desbordaba de tazas de café de plástico o cartón, vacías, de otros diarios descartados como el mío, y me dirigí aparentemente hacia el excusado, situado al fondo del local. Pero en realidad salí por la puerta de atrás y una vez en la vereda me alejo con paso rápido, sin atreverme a mirar a mis espaldas.
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