Jorge Etcheverry Arcaya
Cuando estaba recién abandonando el
cascarón de la secundaria y me empezaba a salir este bigote que me dejo, esa
barba incipiente y rojiza ahora blanca que no me dejo. Cuando me metí de golpe
en la vida universitaria y en general en la vida o proyecto de vida de un joven
adulto en esos años de comienzos mediados de los sesenta
Más o menos parecido a cientos o miles de cabros
con suerte, con variaciones de peso y estatura, color de la piel, siempre en la
gama del país, más o menos buenosmozos, buenasmozas, o mahometanos nomás, o
pasables, o feúchos de frentón, cosa muy importante a esa edad
Mamíferos suertudos entrando a las aulas
aunque fuera del Pedagógico, ni en Arquitectura, ni en Medicina, ni en Leyes,
pero privilegiados de todos modos frente a todo ese otro huevonaje que tenía
que empezar a ganarse el puchero ya desde la adolescencia y a veces hasta desde
cabros chicos
En peguitas infectas
Entonces eran soles de cara plena lo que
veíamos rotar en el cielo marcándonos un día primero, después el otro. Entonces
era la noche ese pantano en que nos dábamos vueltas sin poder dormir de ganas
de vernos parados en el umbral del día siguiente. La Esperanza y la Maravilla
como gemelas rubias—al gusto de la época—ni qué decir de bonitas cuando se
meten por un caminito y se dan vuelta para ver si uno las está siguiendo.
Pero un pájaro enorme comenzaba a dejar
proyectar el vértice de una de sus oscuras alas sobre ese claro horizonte histórico
que para nuestros ojos era a veces el futuro
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