Jorge Etcheverry
Friday, December 31, 2021
Saludo de año nuevo
Monday, December 27, 2021
De ‘Lo irrisorio y adyacencias’ COMPILADO: 33 escritores argentinos responden una misma pregunta en este Compilado propuesto y organizado por Rolando Revagliatti:
De ‘Lo irrisorio y adyacenci
¿TENDRÁS POR ALLÍ ALGUNA SITUACIÓN IRRISORIA DE LA QUE HAYAS SIDO MÁS O MENOS PROTAGONISTA Y QUE NOS QUIERAS CONTAR?
Para mi sorpresa, la crítica aguda,
filosa del presentador, casi como que no era de su agrado el libro (lo que no
sería una actitud para censurar en tanto se puede tomar como de honestidad
intelectual ), generó incomodidad.
Reflexiones: la costumbre de halagos, elogios,
cierto facilismo en la interpretación, lleva a caminos que (a veces) no
acostumbramos a transitar. Ha sido aquel un acontecimiento diferente. Debo
señalar que el presentador hizo una valoración elevada, con sólida
argumentación y de modo elocuente del autor, no así del libro que presentaba;
más allá de la situación que generó en el momento, hubo una apertura hacia un
espacio distinto donde la crítica puede ser un juicio severo, no siempre
favorable, para atender y considerar.
Volvía yo de un
ágape pasadas las dos de la mañana. El taxi me dejó, cansada y soñolienta, en
mi domicilio suburbano. Abrí el portón sin inconveniente, pero cuando quise
hacerlo con la puerta de la casa, por más que manipulé la llave, fue imposible.
La llave giraba normalmente ¡pero la puerta no se abría! Resistió a mis
empujones y a mis puteadas. ¿Qué hacer…? Mis vecinos transitaban su segundo
sueño a juzgar por las luces apagadas. ¿A quién recurrir a semejantes horas…?
Me acordé
entonces de Germán, aprendiz de búho, que solía pasar la noche componiendo y
haciendo música. Y que vivía a tres cuadras de mi casa. Hacia allí me dirigí;
por suerte las calles de Villa Elisa son un desierto pasada la medianoche.
Después de mucho tocar la campana-llamador logré que saliera un Germán alarmado
de verme e imaginando quién sabe qué desgracias. La idea era que me acompañara
y tratara de abrir mi puerta usando la fuerza bruta.
Sin embargo,
pese a su buena voluntad, pese a los esfuerzos que hizo con el hombro
(empujones) y las piernas (patadas), la puerta seguía cerrada: visage de bois.
-
-Es evidente que está corrido el
pestillo de seguridad del lado de adentro – dijo Germán.
-
- ¿Cómo es posible – dije yo – si no hay
nadie en la casa? ¿O habrá entrado alguien que tiene llave?
Por las dudas
insistimos con el timbre. Ladró la perra, pero nada más. ¡Eureka! Entonces, por
fin, entendí lo que había pasado: tocaron el timbre, la Bubú se desesperó por
salir, se paró en dos patas y con las delanteras arañaba la puerta a la altura
del pestillo, fue así que sin querer lo corrió.
Germán me
disuadió de llamar a un cerrajero, me propuso que durmiera en su casa el resto
de la noche y decidiera qué hacer a la mañana siguiente, con la cabeza fresca.
Lo conversamos con Cecilia – la mujer de Germán – e hicimos un plan de acción:
mis vecinos tenían a un albañil trabajando en una construcción lindera con mi
jardín trasero; le pediría a ese hombre que subiera al techo de mi galpón para
bajar luego al jardín, entrar arrastrándose por la puerta-ventana del
dormitorio (que yo siempre dejaba algo levantada por si la Bubú necesitaba
salir) y descorriese el pestillo.
Y así fue cómo –
gracias a la buena onda de ese albañil providencial – pude reintegrarme a mis
penates. ¡Qué aventura! ¿Y la perra…? Ni el menor sentimiento de culpa, la
mequetrefa. -Moverías de contento tu rabo si lo tuvieras, ¿eh, crapulona? – la
apostrofé retorciéndole suavemente una oreja.
―Ella es jardinera ―comentó, refiriéndose a una de las participantes, y mi
respuesta imbécil no se hizo esperar:
―¡Qué bien! Hace unos años, vi un cartel detrás del mostrador de un vivero que
decía: “Si quieres ser feliz una semana,
cásate. Si quieres ser feliz toda la vida, hazte jardinero”.
―Ella es maestra jardinera ―aclaró Canela, indulgente.
―Ah.
4:
HAIDÉ DAIBAN: Hace ya unos cuantos años, tres parejas amigas, acordamos viajar juntas
desde Buenos Aires hacia Marruecos. La idea siguiente, fue no desaprovechar la
cercanía de España, cruzar hacia algún lugar pintoresco del sur y así elegimos
Torremolinos.
Después
del primer recorrido por Marruecos pintoresco y misterioso, pasamos con el
transbordador a España y avistamos el Peñón de Gibraltar. Y ya en Torremolinos
nos presentamos en el hotel bajo una buena lluvia europea. Como era media
noche, no había cocina abierta y nuestro apetito se tornaba feroz, nos
recomendaron un bar cercano, frente a una hermosa placita de barrio. El dueño
del bar, simpático y hablador, estaba acompañando a dos parroquianos bebedores,
y ya achispados, apoyados en la barra.
Unas campanas de vidrio cubrían
variados platos que, nos aseguró, eran caseros. “¡Entren, hombre, mi señora cocinó para ustedes!” Dispuso tres
mesas y comenzó por traer aceitunas, creo que de La Rioja, grandes y carnosas.
“Son buenas”, opinó y sin más metió la
mano, comió una o dos, como para darnos coraje y nos sonreímos por el
atrevimiento. Luego trajo el vino y se sirvió una copa, “es bueno, beban”. Mientras calentaba los pedidos de arroz,
garbanzos y carnes, nos
relató lo que le sucedió esa semana, la visita a casa de su madre, mujer mayor
y valiente, dijo, por haberse subido a una silla que colocó sobre una mesa,
desde donde se puso a pintar el techo de su sala. “¡Madre!”,
le dijo, “qué haces, te matarás”, y
en ese momento salió disparado a traer un plato. Cuando mi marido le reclamó su
comida, él le contestó, “ya vendrá,
cuando el aparato haga ¡piiiiii! se lo traigo”. El aparato era el microondas.
Efectivamente hizo ¡piiiiii! Y comimos casi por turnos.
Fuera
la lluvia era torrencial, el dueño dijo que apagaría el televisor para que no
molestara en la conversación y tomó su “control remoto”, según él lo denominó,
y que era, en realidad, un
palo de escoba. Apretó desde abajo y apagó la tele colgante. Ese chiste,
lógicamente, causó risa.
Los
hombres de la barra discutieron un poco y el mayor hizo ademán de irse, resbaló
sobre un cartón empapado de la entrada, cayó dramáticamente de espaldas y uno
de nuestros amigos, médico, lo vio pálido y rígido y pensó en una urgencia. “Llame a la ambulancia”, pidió al dueño; éste salió a la puerta y
comenzó a gritar “¡Ambulancia, ambulancia!”.
Más
de las doce de la noche, sin peatones, lejos del puesto de ambulancias, nos
causó pavor y gracia, no iba a llegar la ambulancia. Y en ese momento el
accidentado reaccionó y le dijo a su compañero: “Creías tu que me había ido”, y movió el brazo hacia arriba, “no, me aguantarás un poco más todavía”.
Aplaudimos,
contentos, y el hombre se acercó a la mesa y en agradecimiento por nuestra intervención,
recitó un poema de Antonio Machado (lo anunció como si el título fuese ‘El
abogao’). Debo decir que nos conmovió, el tema
y su voz. A continuación, se puso a cantar un tango completo, nos miramos,
nadie recordaba toda la letra.
Nuestro
amigo médico cobro bríos y recogió pedidos del postre, abrió por su cuenta la
heladerita y comenzó a hacer volar los helados sobre cada uno de nosotros,
los atajábamos en el aire y entre risas pagamos la cena con show, la que
resultó de lo más barata.
Camino
al hotel nuestra algarabía despertaba a los dormidos torremolinenses. Pese al paso del tiempo, no olvidamos al recitador y
mucho menos al risueño dueño del bar.
5: FERNANDO G. TOLEDO: No por ser pocas, sino por ser muchas es que no recuerdo ninguna en
particular. Ahora se me presenta la siguiente: tras alguna indisciplina en la
escuela secundaria, la preceptora y su peor cara me dijeron: “Mañana, si no
venís con tu mamá, no entrás a la escuela”. Yo le repliqué, para cambiarle la
cara: “Es que mi mamá está en el cielo”. Esperé a que su cara cambiara y cuando
iba a pronunciar algo me di vuelta y le completé: “Es azafata”. A pesar de todo
ha de haberle parecido bueno el chiste, porque no volvió a pedirme la compañía
de mis padres para seguir en el colegio.
6: IRMA VEROLÍN: Otoño de 1992. Yo había vuelto de la India donde estuve tres meses y viví experiencias asombrosas, materializaciones, conexiones sincrónicas, sanaciones, testimonios orales de inusitadas experiencias místicas de personas de todo el mundo, digamos que traía una cabeza sintonizada con otra realidad. Apenas arribé a Buenos Aires me encontré con el libro publicado para preadolescentes que escribí en coautoría con Olga Monkman. La editorial me envió de inmediato a efectuar la difusión a Bahía Blanca. En aquel momento se viajaba a la India pasando por Europa, de modo que se tardaban tres días entre los empalmes de vuelos y las esperas en los aeropuertos. Apenas logré dormir de a ratos. Esto sumado a los cambios horarios, a la atención excesiva que hay que tener en aeropuertos hindúes donde a veces ni siquiera se habla en inglés sino en dialectos locales, lo que sumó más cansancio a mi cansancio. Debo reconocer que desde que salí del ashram en el sur de la India vivía en un estado de aturdimiento. En la editorial me dieron dinero y pasajes. Caminé unas cuadras por una avenida y una supuesta familia en un coche me habló desde el otro lado de la ventanilla. Me dijeron que iban a hacerme acrecentar mi dinero. Como yo venía de un espacio mágico, sin tener demasiada conciencia, le seguí el diálogo. De pronto todo se oscurece o se emblanquece, no recuerdo bien, entre el diálogo y lo que ocurrió después no tengo registros. Solo sé que me quedé en mitad de la calle gritando: “¡Me robaron!”. Por el impacto me quedé sentada en el cordón de la vereda, y me dediqué a llorar a mares. Adolfo, mi amigo, me dijo que yo era la única persona que les ponía su plata en la mano a los ladrones y después hablaba de fenómenos mágicos. Leí algo sobre robos psíquicos, pero la verdad, no sé muy bien qué pasó. Resultado: repuse el dinero y partí hacia Bahía Blanca. Al atardecer tuve que realizar los talleres. Eran en total ciento cincuenta maestras y directoras de escuela. Así es que se dividieron en dos grupos y los talleres a coordinar fueron dos el mismo día, uno después del otro. Me colocaron detrás de un escritorio, con los codos apoyados me puse a hablar. Entonces me encuentro con la cabeza hundida entre mis brazos, alguien me toca el hombro, me dice: “¿Está usted bien?”. Por lo visto en mitad de mi charla me quedé completamente dormida, parece que los docentes permanecieron en suspenso, esperando, luego creyeron que me había desmayado o algo peor aún. La segunda parte la hice de pie para no sucumbir al sueño, producto del jet lag de mi reciente viaje.
El libro se
vendió bien, orienté a los docentes a utilizarlo como taller de producción literaria.
Unos meses después, en la esquina donde me robaron el dinero, encontré el monto
exacto que me habían robado tirado en la vereda. Juro que fue la misma cantidad
y en la misma esquina: evidentemente la magia continuó. Y continúa hasta
hoy.
7: DANIEL ARIAS: Corría el
año 1978, en pleno Proceso Militar, ya se había disuelto “El Círculo de los
Poetas” como organización cultural poética, y muchos de nosotros nos fuimos
alejando como un big-bang de cabotaje: Dejamos de vernos casi todos los días
para encontrarnos de vez en cuando en alguna peña o en los salones de la
Galería Meridiana o en la Casona de Iván Grondona, pero con algunos seguimos el
viaje juntos persiguiendo ensueños. Tal es el caso de mi amigo poeta Daniel
Cejas, hoy desaparecido, con el cual compartí una experiencia insólita.
Daniel se entera de que en la Sociedad Argentina de
Escritores se habían organizado talleres literarios de poesía. En esa época mi
esposa, Beatriz Arias, era madre por segunda vez, y con los niños chiquitos
mucho no podíamos hacer, por lo tanto, el elegido para averiguar fui yo.
Combiné con Daniel Cejas y nos fuimos a la SADE Central, en la calle Uruguay.
Nos indican que la clase de ese día ya había comenzado y nos tiramos el lance
de ingresar a ella. Golpeamos suavemente la puerta alta y con lentitud la
abrimos, pasamos, cerramos y nos quedamos de pie, muy quietos. Enfrentado a la puerta de entrada, sentado,
detrás de un escritorio estaba un señor alto y calvo de ojos claros, rodeado de
mesas y sillas con veinte o treinta participantes del taller. Interrumpimos sin
decir una sola palabra y el silencio fue inmenso. Todos se dieron vuelta para
ver quien entró.
El señor se levanta, también él sin decir una sola
sílaba, y se acerca resuelto hacia nosotros y nos pregunta: “¿¡Qué quieren acá!?”, y sus ojos nos
clavaron contra la pared. De inmediato extrajo del bolsillo de su saco un
revolver plateado y nos apuntó al medio del pecho y a menos de cincuenta
centímetros. Daniel dijo algo que nadie entendió y yo, mudo, con la mano
derecha detrás de mi espalda logré alcanzar el picaporte, lo giré, abrí la
puerta y nos deslizamos afuera, bajamos por las escaleras corriendo y nos
fuimos. Todavía estamos corriendo por la avenida Santa Fe y juro que nunca más
iré a un curso del poeta Osvaldo Rossler.
8: PAULA WINKLER: Soy doña
despiste. De joven era más torpe y obstinada aún. Uno de mis primeros casos
importantes como abogada versaba sobre patentes y marcas. Como me daba
vergüenza preguntarle a algún colega mayor la dirección de la Oficina nacional
para averiguar un par de cosas – el google no existía entonces –, me hice la
canchera y le dije a una de las empleadas de la recepción de la Consultora
donde trabajaba que me anotara adónde ir en un papel pues estaba apurada… Fui:
se trataba de otra Consultora, conocidísima.
Cuando me di cuenta del papelón (al bajar del ascensor “me había
mandado” sola), hui despavorida inventando no sé qué tontera. No me paralicé
(por obstinada), entré en un bar cercano, pedí una guía telefónica y finalmente
encontré la Oficina de Patentes y Marcas. Como una de las recepcionistas me
había reconocido de la Facultad, la anécdota circuló durante largo rato… Menos
mal que gané el caso.
Otra: Estamos mi
familia, una amiga y yo en la Parada 16 de Punta del Este. Tomando el sol, no
me digan el porqué, me parece reconocer a un conocido actor francés. Le digo a
mi esposo “allá voy, le pido un autógrafo” (no había celulares entonces) y
entablo, ante el asombro de él y la perplejidad de mi amiga, una improvisada
conversación en francés, fascinada por el casual encuentro. Lo felicito por su
actuación con Romy Schneider. Pero él me contesta (en francés): “Buenos días,
Paula, soy fulano, cursamos juntos Sucesiones y Procesal II, ¿no te acordabas
de mí?”. Etcétera y risas.
Y otra: Camino
con mi yerno (siendo más mayorcita), temerosa de perderme en un copioso bosque
sueco a la vera del mar. Hablamos (en inglés), y yo empujo el cochecito de mi
nieto concentrándome en la playa cercana a Stora Essingen y en un embarcadero
que podría funcionar como punto de referencia... Mi nieto canta feliz, yo hablo
y hablo. Y de pronto, mi yerno me sugiere que vuelva al inglés ante mi largo
soliloquio en castellano (idioma que él no comprende), incluso reclamándole yo
aceleradas respuestas…
9: ALDO LUIS NOVELLI:
Situaciones irrisorias, miles o más, pero a la
mayoría no las puedo contar porque la memoria es sabia y se las regaló al
olvido. De las que recuerdo, hay una de cuando me dedicaba a la caza mayor, eso
fue hace mucho tiempo. Después, perseguido por ecologistas y veganos
enfervorizados, decidí dedicarme a la caza fotográfica de pájaros.
Dado que
intento poetizar todo en la vida, logrando resultados que bien podrían ser
parte de situaciones irrisorias, te dejo el poema que relata dicha situación.
el ars poética del hipopótamo
tus labios de fresa
tus dientes de marfil
tu saliva de licor
esa boca tan cursi
que me provoca
como a un hipopótamo en celo.
de hipopótamos
supe ir de cacería
me escondía detrás de un arbusto
y cuando se acercaba la manada
a beber en la aguada
le aparecía de improviso al último
y con un grito descomunal
le provocaba el susto más grande de su vida.
desaparecido el hipo
el pótamo es un animal
manso y sumiso
casi doméstico
como tu boca.
—No, señor, no
trabajo de esa manera. No hago corrección de textos. Se sorprende, hace una
alusión a que si es un taller…. Pensó –algo así me dijo- que era parecido a
llevar a un auto al chapista.
—Sucede, me
dice, que tengo ganado muchos premios. El último, del Rotary Club de Rosario.
Pero siempre me dan el segundo o el tercero. Quiero ganar el primero y si
usted…
—Si yo le
arreglo el escrito el premio me lo gano yo, no usted. Se trata de aprender.
No de muy buena
gana terminamos arreglando una entrevista. El hombre de unos 60 años, cuenta
una situación sentimental desgraciada. Un largo noviazgo interrumpido por la
muerte de la mujer. Y este duelo aparece reiteradamente en su escritura. En
fin, por demás delicado. Al conversar acerca del trabajo sobre lo escrito
encuentro poca lectura de escritores conocidos. Más bien, es una persona que
asiste a grupos que se organizan como peñas, con mucho apoyo social y afectivo,
pero donde casi no se hace crítica ni frecuentan las literaturas de diferentes
orígenes. En cambio, se leen mucho entre los asistentes para acompañarse,
objetivo nada desdeñable en esta sociedad tan cruda y violenta.
Pero, para mayor
complicación, Anselmo, que así se llama el aspirante a poeta, se obliga a
escribir sonetos. “Y no me salen ni contando las sílabas, no son todos de 11
¿ve?”
—Es que el
contar las sílabas es una ayuda posterior, primero hay que tener esa música
adentro. Tal vez el soneto no sea lo suyo.
—¡Ah, no!, no me
diga eso. No sirvo para renunciar.
—Le propongo,
entonces, dos o tres clases, en las que solo va a venir a escuchar, sin
escribir nada ni comentar nada.
Como se están
imaginando, hice una selección de sonetos notables desde Garcilaso hasta aquí.
Pasaron dos semanas con sus correspondientes clases y llegó la tercera. Llama a
la puerta. Abro y lo veo venir con un rostro furioso y una valija enorme, con
forma de cofre y bastante pesada.
Pasa y me pide
permiso para apoyar el mamotreto sobre la mesa. “Esto es para usted.” Dice,
enojadísimo. Aquí le traigo todas estas estafas que me han hecho. ¡Pum!, ¡bom!,
¡plaf! - suena el metal sobre la mesa y caen, entre cintas y diplomas, las
medallas, estatuillas, placas y demás.
—Ya me di cuenta
de que mis versos no merecen nada de esto. No hace falta que usted me siga leyendo.
Simplemente, me estafaron y fui muy crédulo.
—No, eso usted
no lo puede saber. Siéntese, por favor. Mire, en este tipo de concurso se trata
de incentivar el entusiasmo de los participantes y generalmente el jurado no
tiene permitido declarar el premio desierto. De modo que, es posible, que lo
que usted presentó fuese mejor a lo que presentaron otros. El tema es con qué
otras escrituras nos seguimos comparando después. Si nos comparamos con Borges
y sí, todos quedamos lejos… Ni uno ni otro extremo, es lo que le recomiendo
para empezar a transitar la escritura y ver si realmente lo entusiasma hacer el
trabajo necesario para mejorarla.
—Lo voy a
pensar. Por ahora, no estoy listo para contestarle. Pero le agradezco que me
haya permitido darme cuenta de la verdad.
Nunca volví a
saber de él. Pero quedé tranquila de que, finalmente se fue en paz y sin que le
haya faltado el respeto a la historia de su pérdida que aún lloraba, que fue,
creo, lo que más me preocupó desde el principio. ¡Quería honrarla con el Primer
Premio!, era evidente.
11: CARLOS
MARÍA ROMERO SOSA: No sé, a veces pienso
benevolente conmigo, que mi timidez ha sido algo así como un antídoto contra el
ridículo. Pero quizá para muchos no debe haber algo más ridículo que una
persona tímida que, por serlo, suele tener gestos torpes.
12: INÉS
LEGARRETA: Creo que esta
anécdota califica. En 1997 había salido publicado mi libro de cuentos “Su segundo deseo” y, entre otras, había
tenido una reseña muy elogiosa en la revista “El Planeta Urbano”. No hacía
mucho que “El Planeta Urbano” se había incorporado al mundo editorial, pero
desde el primer número estuvo claro hacia dónde apuntaba la revista: riesgo,
enfoques poco convencionales en los artículos y entrevistas, notas firmadas por
escritores o artistas reconocidos; modernidad en el diseño y un gran despliegue
fotográfico y publicitario que se manifestaba claramente desde las tapas, todas
con “celebrities” en composiciones irreverentes. De manera que cuando me
llamaron de la redacción para una entrevista de trabajo me sentí halagada y, a
la vez, un poco inquieta. ¿Qué me propondrían? Viajé desde Chivilcoy a Buenos
Aires y fui a la casa editorial que estaba en el barrio de Belgrano; allí me
recibieron Elsa Drucaroff (hacía las notas sobre libros), Sergio Varela (era
editor de secciones) y alguien más, pero no recuerdo quién; saludos,
presentaciones (no nos conocíamos personalmente hasta ese momento) y después de
una charla informal de situación, Sergio Varela me dice más o menos esto: “Bueno, Inés, como nos interesa tu escritura
te queríamos invitar a que colaborases con algunas notas y artículos según se
vaya dando; nos gusta proponer cosas diferentes y por eso pensamos en vos para
una nota sobre el Golem”. Dijo “Golem” y me miró con cara divertida y
expectante. “Ah, El Golem”, y de
inmediato empecé a buscar desde dónde abordar el tema: Borges, sin duda, el
poema de Borges y el acervo de la cultura judía, el significado de esa
creación. Supongo que lo fui diciendo en voz alta porque me interrumpieron, “Esteeee… no, escuchaste mal, no Golem sino
Golden, el Golden de la calle Esmeralda”. Silencio. Yo: “¿Y qué es el Golden de la calle Esmeralda?”
“Un boliche con strippers masculinos,
único y exclusivo para mujeres”. Ahhhhhh. Carcajadas. Yo no tenía ni idea
de su existencia. “¿Te animás?” “Obvio”, respondí. Pactamos condiciones
y fui con dos amigas; nos divertimos mucho y la nota salió redonda. (“Golden
boys”, en el número de abril de 1998 de “El Planeta Urbano”.)
13: DANIEL
BARROSO: Era abril
de 1983 y habían matado a Raúl Clemente ‘El comandante Roque’ Yager. Nos
organizamos, pocos días después, para
efectuar una interferencia de Canal 11 a una hora de buena audiencia.
Cada uno se
haría cargo de una parte del equipo (básicamente por si caía alguno, que no cayera todo el equipo). El primero en llegar
fui yo que empezaría a armar la antena y probar la batería, luego los dos
restantes con el transmisor, el casete, cables y etcéteras de conectividad.
Cuando ya
estábamos dentro de la casa, en el barrio de Villa
Pueyrredón, con todo en trámite de preparación, suena el timbre y
Marisa (la compañera dueña de casa) con cara de pánico nos mira paralizada.
—Atendé, le dije secamente.
—¡Mis
suegros!, logró decir entre ahogos.
Todos se miraron
al unísono y empezaron a guardar donde podían todo lo que habían llevado. “De
aquí en más hay que improvisar”, dijo uno de nosotros y todos asentimos. “Pero
¿qué podemos improvisar tres tipos desconocidos en la casa de la nuera cuando
el marido no está?” dije, mientras rebotaba con la batería desde el bajo mesada
al baño y viceversa.
—Ya bajo, entonó, casi en un lamento, a quien llamaremos
Marisa.
La llegada de
los suegros de Marisa nos encontró sentados alrededor de la mesa del comedor, hablando de lo difícil que resultaba cazar avestruces en esa época del año. Casi tropezándose nos levantamos para
saludar a la pareja de aspecto “bodas de plata”, a quienes saludábamos estrechándoles la mano, pero con el cuerpo (de la
cintura para arriba) torcionado hacia Marisa, haciendo imposible el recorrido
sin atropellar sillas o quedar con distensión del nervio ciático. La sonrisa de
nosotros tres era una mueca entre chaplinesca y de minusvalía mental, mientras
nos amontonábamos como haciendo una barrera para aguantar un chutazo de tiro
libre del panadero Díaz.
—Bueno, decile a (supongamos) Orlando que nos vemos
cuando regrese, así arreglamos la salida a San Pedro, dijo con desgano uno de
nosotros.
—Eso, las carpas ya están aseguradas, remarcó, casi
inaudible (digamos) Benjamín.
—Ha sido un gusto, dije yo, mientras nos volvíamos a
estrechar las manos en
un cruce a lo Laurel y Hardy.
Marisa, nos
acompañó hasta la puerta, nos despidió casi a los gritos, no dejaba de
suspirar, en realidad estaba al borde del colapso por angustia.
Por suerte, los
suegros, se fueron enseguida. Habían llevado “el postre que le gusta a Orlando”
para cuando regresara de su comisión de trabajo en el sur. Imprudentemente, el
operativo de interferencia se hizo igual, un rato después y un par de llamadas
telefónicas de por medio, atendidas como equivocadas por parte de la compañera.
El poco tiempo de espera fue en un bar con teléfono de las inmediaciones.
Algunos de los parroquianos miraban con asombro a tres dementes que entraron
por separado, que ocupaban mesas distintas y que no paraban de reírse.
14:
SUSANA CELLA: Es una anécdota triste, y digo
triste por la miseria académica que hemos tenido que padecer. A raíz de un
concurso para cubrir un cargo de profesor/a titular, una de las jurados fue
atacada en las redes. Me dijo esta colega: “Me han puesto el mote de Jelinek”.
Yo, en mi supina ignorancia de lo que circula, le dije a esta querida amiga:
“Bueno, al menos te han comparado con un Premio Nobel”. En mi mente estaba el
nombre de Elfriede Jelinek, la escritora y militante austríaca que ganó esa
distinción en 2004. Mi amiga me contrastó con la realidad de los eunucos que la
insultaban. “No”, me dijo auscultando mi ignorancia. “Me comparan con Olga
Karina Jelinek”, y ahí supe de la miseria del ataque. La emparejaban a una
vedette que se exponía en “Bailando por un sueño” y cosas así. Me quedó el
amargo recuerdo de haber leído una novela de Elfriede y de saber que portaba el
mismo apellido la tal modelo.
Una vez, durante una lectura frente a un público
increíblemente multitudinario, una señora que estaba sentada junto a la poeta
Fátima Gatti le dijo en tono confesional: “Me gusta mucho más lo que cuentan
antes de cada poema, que los poemas en sí”.
Jajajá. ¡Fracaso total!
17: ALEJANDRO MARGULIS: Había un muchacho que
iba a poner un restó en la esquina de casa, que da a una avenida de tránsito
pesado y rápido donde ningún negocio funciona. A mí me gusta pintar y quería
vender un cuadro. Mi argumento para que me comprara una obra hecha especialmente
para él fue que, de ese modo, con pinturas como ésa, iba a conseguir que su
boliche fuese un sitio de referencia, y que así los clientes iban a acercarse a
conocerlo por su decoración, ya que estaba demasiado a trasmano. El
muchacho me miró torcido cuando dije eso. Para convencerlo de mi propuesta
le ofrecí hacerle una prueba, aprovechando que todavía estaban refaccionando el
lugar y que los acrílicos donde el dueño anterior había colocado gigantografías
de hamburguesas ahora estaban vacíos. Yo pintaría uno de los acrílicos y él
vería después cómo quedaba. Aceptó a regañadientes. Así que ese Yom Kipur en
vez de ir a compartir la celebración con mi familia me quedé en casa y
durante la noche copié, de una imagen que encontré navegando en la computadora,
unas playas inmensas. Pinté el cuadro con un acrílico especial. Y lo titulé
NICE. Cuando lo terminé fui a llamar al muchacho del restorán, le insistí para
que viniese a casa a verlo y hasta accedí a corregir algunos detalles cuando
descubrí el desinterés en su cara. Al día siguiente se lo llevé terminado al
restorán; como el desinterés seguía, le propuse que lo dejase durante todo el
fin de semana expuesto para que el cuadro pudiese defenderse por sí mismo.
“Colgalo y vemos qué reacción provoca”, dije. Pasé un fin de semana en paz
conmigo mismo, satisfecho por haber cumplido con mi deber de artista, o con lo
que yo pensaba que debía ser el modo de comportarse de un artista. Cuando el
lunes temprano pasé por el restorán las mesas de fórmica habían sido cubiertas con
manteles violetas largos hasta el piso, servilletas al tono y centros de mesa
con flores artificiales. Hacía un calor espantoso y él estaba en la esquina
repartiendo volantes del nuevo restó, transpiraba adentro de un elegante traje
negro y llevaba los pies apretados por unos zapatos de cuero brillantes de
betún, pero no parecía sentirse incómodo por ser el único arreglado de
semejante modo en esa avenida donde ninguno de los autos particulares, los
camioneros y los taxistas se detenían ahora que ya no estaba la hamburguesería
al paso. Me conmovió su entereza y dignidad frente al inminente fracaso. Y me
felicité por haber hecho un aporte a su sueño del restorán perfecto y fino en
el peor lugar de la ciudad. Me acerqué a preguntarle por los comentarios que
había obtenido con respecto al cuadro. “No gustó”, dijo. “¿Cómo que no gustó?
¿A quién no le gustó?”. “A mi señora”. “Pero ¿qué entiende tu señora de arte?”,
dije. Silencio. Me di cuenta de que llevaba las de perder y reculé. “Bueno, me
lo llevo entonces…”. “¿Cómo que te lo llevás…?”, dijo él y por un instante
pensé que había entrado en razón. “Sí, me lo llevo…”. “Ah, no… pero yo necesito
el acrílico…”. Me quedé mirándolo. Y por encima de su hombro, al cuadro
colocado en la pared, arriba de la caja. La verdad que quedaba precioso. “No
entendés”, dije entonces. “Necesitarás el acrílico, pero ahora es una pintura.
Una obra”, agregué tímidamente. “Una obra que tiene un valor por sí misma”. De
pronto éramos dos los que estábamos transpirando en esa esquina de la avenida.
El muchacho dijo en ese momento algo inesperado: “Cuánto vale”. Dije un precio.
“Bueno”, dijo y yo pensé que me había quedado corto con la cifra. “Te lo
compro”. Entonces entendí. “¿Qué vas a hacer con el cuadro?”, dije. “Nada. Lo
voy a lavar y voy a volver a poner el acrílico”, dijo el muchacho. Casi le
pego. Pero me reprimí. “No… no podés hacer eso…”. Me pregunté que hubiera hecho
Van Gogh en una situación similar. Qué hubiera hecho Picasso. “¿Cuánto cuesta
el acrílico?”, pregunté. El muchacho respondió con toda seriedad una cifra. Era
el doble de la que había dicho yo. Pensé que mi cuadro estaba cotizando en el
mercado, o que ese debía ser el famoso mercado del arte. “Yo te compro el
acrílico”, dije. Él aceptó enseguida. Desde ese momento el NICE se
convirtió en la pintura por excelencia del living de casa.
18: MARTA BRAIER: Al promediar la década del 70, en ocasión del cincuentenario del fallecimiento de Ricardo Güiraldes, el director del Suplemento Cultural del diario Clarín de esa época, Fernando Alonso, me encomendó una llamada telefónica a Borges, para que nuestro venerado escritor homenajeara con alguna anécdota o recuerdo al autor de “Don Segundo Sombra”. Yo trabajaba en reseñas literarias para el Suplemento y acepté con entusiasmo el encargo honorífico.
Debía llamar a Borges a las 17.00
horas en punto a su casa y llevar al día siguiente una breve nota. El caso es que yo, con el número de teléfono
que me habían dado anotado en un papelito, entré a una cabina telefónica del
Sanatorio Otamendi, en la calle Azcuénaga, justo a la vuelta del edificio donde
yo vivía, por la calle Paraguay. No tenía teléfono de línea (y no era fácil
conseguirlo).
Cuando el ama de llaves que me
atendió me pasó con Borges, atiné a escribir como pude su relato, conmocionada
por esa voz pausada y única, apoyando el cuaderno en la pared vidriada de la
cabina, mientras una larga fila de personas ansiosas se alineaba aguardando su
turno para el uso del teléfono.
Presa de un nerviosismo in
crescendo, y viendo con preocupación que la fila crecía, agradecí tímidamente a
Borges su colaboración, corté y me refugié eludiendo las miradas en la
capillita del Sanatorio. Allí permanecí un largo rato en busca de amparo. Era
mucho para una jovencita tucumana recién llegada a Buenos Aires recibida de
Profesora en Letras. ¿Quién me iba a creer?
Cuando llevé la anécdota al diario, escrita con fidelidad absoluta a las palabras del célebre autor de “El Aleph”, me enteré de que Borges ya la había contado varias veces y que se había publicado. En realidad, lo que destacaba, con énfasis, era que Güiraldes se había olvidado una noche la guitarra en su casa.
Yo tardé en recibir el teléfono de línea y no he olvidado esa voz ni ese momento. Bien vale rubricar este recuerdo con versos borgianos: “Qué importa el tiempo sucesivo si en él hubo una plenitud, un éxtasis, una tarde”.
¿Existirá aún esa cabina?
19: FRANCISCO ROMANO PÉREZ: Una mañana fría, en mi jardín, me empapó la
tristeza. Encontré una mariposa en agonía. La tomé entre mis manos. Gracias,
apenas, me dijo. Te dejo mis alas, me dijo. Y partió.
20: BEATRIZ ARIAS: Cuando mi hijo mayor, Esteban,
se salvó de hacer el servicio militar en 1991, resolvimos festejarlo. Nadie de
la familia lo había hecho por uno u otro motivo.
Fuimos al supermercado con Daniel, mi esposo, y compramos
bebidas y comidas varias para empezar con una picada y seguir con dulces y
sidra bien fría para el brindis.
Cuando llegamos a la caja para pagar, entra un señor de
mediana estatura, pelo corto canoso, con pantalón y campera jean que se acercó
al dueño (el gallego) desde atrás y le apuntó con una pistola en las costillas.
Todos se quedaron mudos y quietos a la orden del desconocido. Menos yo.
Seguí charlando con Daniel como si nada ocurriera y
comenté por qué no nos cobraba el cajero y nos íbamos. En ese momento los
clientes estaban depositando la plata sobre el mostrador, igual que Daniel. Yo
le pregunté por qué lo hacían y me contestó: “Es un asalto”.
Entonces me di cuenta, me paralicé y empecé a temblar. Lentamente
fuimos hacia el fondo del supermercado hasta que el ladrón se fue. Recogimos
los comestibles y volvimos a casa.
Al otro día, volvimos a comprar al súper y el dueño nos
cobró todo lo que llevamos. El festejo lo pagamos dos veces.
21: JULIO ARANDA: No del orden de lo irrisorio, pero sí curioso.
Fue en 1997 o 1998. Nos invitan, entre otros, a Jorge Montesano y a mí a una
lectura de poemas y nos piden que les adelantemos el material que íbamos a
leer, cosa que nos pareció extraño...; entre mis poemas había uno que hacía
alusión a los desaparecidos. Lo que no sabíamos era que la lectura se realizaba
en la sede de un edificio céntrico que por ese entonces pertenecía al Círculo
Militar. Nos citan un par de días antes y “gentilmente” me indican que ese poema
no debo leerlo porque el tema estaba muy trillado y bla-bla-bla, y que no lo
tome como un acto de censura. Ante mi sorpresa, Jorge Montesano increpa a los
dos hombres que nos atendían, diciéndoles que “no vamos a permitir” que nos
elijan los poemas, y que si no estaban de acuerdo que borraran nuestros nombres
del programa. Los hombres se miraron entre sí, como consultándose, y juro que
temí que todo se siguiera complicando. Finalmente, nos devolvieron el material
señalándonos que sólo era una sugerencia. Corolario: me di el gusto de leer un
poema sobre los desaparecidos en un evento cultural organizado en un edificio
que pertenecía al Círculo Militar.
23: LUIS
ALBERTO SALVAREZZA: Situaciones
irrisorias:
En París, la
familia Desecures nos alquilaba el departamento donde vivimos estando allí. A
los pocos días de alquilar nos invitan a cenar. La cena se desarrolló
normalmente hasta el momento que nos presentaron la mesa de quesos. Del que
debíamos probar uno o dos trozos. Los anfitriones a través de éstos, nos
dijeron después, comprueban si el invitado ha quedado satisfecho. Con Adriana probamos
pequeños trozos, pero de un montón de quesos. Lamentablemente al otro día, en
la clase de Civilización, nos contaron que debíamos ser discretos en esas
ocasiones. Fuimos y pedimos disculpas y ellos se rieron un montón. La
explicación que dimos fue ingenua pero valedera: que no conocíamos muchos de
esos quesos, respuesta que les resultó simpática.
La primera vez
que me preguntaron su gracia: quedé mirándolo al que me lo preguntó. Un
papelón.
El ridículo lo
cometo permanentemente frente a los avances tecnológicos. Recuerdo las canillas
con censores y mi fastidio: no hay agua. Las tarjetas magnéticas para abrir
puertas.
Hacerme el
popular haciendo mal uso de los dichos populares y haciendo reír al
auditorio.
24: ZULEMA DE
ARTOLA: Cuento el ridículo
más reciente. Me disponía a enviarle un mensaje por wasap al nuevo
administrador (al que sólo conozco por su fotografía allí) del edificio en el
que vivo. Algo toqué inadvertidamente y en lugar del mensaje le llegó un
sticker: corazones, florcitas, zapatos de mujer, etc. Claro está, luego le
envié otro mensaje, reconociendo mi error (hasta ahora, no recibí respuesta).
25: CLAUDIO F. PORTIGLIA: Viví entre situaciones irrisorias -no todas
publicables-, pero una se grabó y me alertó.
Yo escribo desde que
tengo memoria. En una economía de escasez extrema, los juguetes que siempre me
acompañaron fueron un cuaderno y un lápiz. A veces, también, una cajita de
lápices de colores; pero pronto comprendí que los gastaba en vez de
invertirlos.
La cuestión es que me
pasaba las horas apuntando no sé qué. Solo, por lo general; o con una vecinita.
A la remanida pregunta que hacen los adultos acerca de “qué querés ser cuando
seas grande”, yo respondía que quería escribir. Mi mamá fantaseaba con que
fuera escribano, porque la literatura y la poesía eran ajenas a mi familia
nuclear.
Ya en la secundaria y
becado por una institución que entrevió mi vocación de periodista, se me
recomendó para “practicar” en uno de los diarios de la ciudad de Junín. Por
entonces, el más modesto y, además vespertino, que había fundado un reconocido
dirigente radical y que sobrevivía a duras penas.
Mi primera tarea
consistía en copiar las noticias del diario “La Razón” de la tarde anterior o
del matutino local; y “arreglarlas” de tal manera que no parecieran copiadas.
Después recorría las comisarías en busca de las policiales que acreditaban los
telegramas y, después, pasaba por la secretaría de prensa municipal para
recoger comunicados.
Hasta que llegó la
campaña electoral, una vez que el teniente general Lanusse, presidente de facto, levantara la veda, y a mí me tocó
cubrir todos los actos de “Cámpora al Gobierno, Perón al Poder” que se hacían
en los barrios de mi ciudad.
Era un ascenso, por
supuesto. Pero, aquí lo irrisorio:
No sólo que nunca me
pagaron un centavo por las muchas notas que escribí, sino que para leerme a mí
mismo en letras de molde tenía que comprar el ejemplar, porque tampoco me lo
regalaban. Y los compraba, claro. Porque la vanidad y el orgullo de “escribir
para el diario” podían más que la conciencia de explotación.
Y eso que mis notas ni
siquiera salían firmadas. Sólo yo sabía quién era el autor. Sólo yo con mi
onanismo intelectual de un chico de 15 años.
26: LAURA SZWARC: Me han sucedido situaciones irrisorias con el
heterónimo An Lu con el que firmo mi poesía.
Por ejemplo, me hablan de An Lu y hasta relatos disparatados sobre ella,
desconociendo que se trata de la misma Laura Szwarc. Pero, ¿acaso somos cada
vez los mismos? Aquí vemos una vez más cómo la identidad se mueve.
27: PABLO
INGBERG: De recorrida por el Peloponeso en auto alquilado, llegamos a un
alojamiento en Nafplio. Entre mi balbuceo de griego moderno y el de inglés de
la dueña, le pregunto dónde hay un supermercado para comprar con qué hacernos
la cena. Hay dos, uno pequeño cerca y otro grande un poco más lejos, cierran en
pocos minutos. Vamos rápido en el auto a buscar el grande. En una esquina no
sabemos si seguir derecho o doblar. En la misma mezcla de balbuceos, le
pregunto a un tipo que pasea el perro. Este balbucea un poco más de inglés. Me
dice que para aquel lado hay un little.
No little, le
digo yo, quiero un big,
uno grande. Sí, sí, big,
para allá, un little.
De nuevo: yo: no little;
él: no little, sí big, little, para allá.
No había tiempo, la suerte estaba echada: doblamos por donde nos decía. En un
minuto llegamos, justo a tiempo, a un enorme supermercado Lidl: una cadena
alemana, desconocida para mí hasta ese momento, que después reencontré en
muchas otras partes. Tal vez el tipo todavía se acuerde de aquel sordo que
entendía little cuando él claramente
decía Lidl.
28: ANA GUILLOT: La
que me viene a la memoria tiene que ver con mi primer libro. Ya recibida en la
carrera de Letras, ya profesora secundaria y universitaria, me propongo abrir
un taller literario. Al poco tiempo veo un anuncio de la querida Gloria
Pampillo ofreciendo un taller de verano para aprender a coordinar. Y hacia allá
fui. La primera sorpresa fue que muy seria nos dijo: – Nadie puede coordinar un
taller de escritura si no escribe también-. Y ahí nos tuvo: todo el verano
escribiendo diferentes consignas y, por lo tanto, aprendiendo la técnica.
También lecturas, etc. Fue una gran experiencia, pero yo no había ido para
escribir. Siento que la carrera inhibe. Es algo así como: ¿qué puedo llegar a
escribir yo después de haber leído a semejantes maestros?
Sin embargo, escribí. Y ella comenzó a
entusiasmarme. Y tuve mi primer libro. Entonces me pasó el número de teléfono
del inefable editor José Luis Mangieri. Ni mail, menos mensajes de texto, menos
WhatsApp. Nada existía: teléfono. Hace muchos años de esto.
Cita con Mangieri, cafecito, charla, entrega del
manuscrito. -Te llamo en unos días- dice. -Dale- respondo muerta de nervios. Y
así seguí… por más de un mes (mucho más). Claro, debe ser un desastre; claro,
¿cómo le iba a gustar mi poesía?; claro, qué papelón.
Un día junto coraje y lo llamo: -Nena, menos mal
que llamás. Voy a publicarte. Pero otra vez dejame, aunque sea un dato. No
pusiste ni teléfono ni dirección ni nada… En fin: auto-boicot… o las
hermanastras de Cenicienta (que, obviamente viven también en mi interior) confabulándose
en mi contra. Así nació “Curva de mujer”
y acá estamos.
29: CARLOS ENRIQUE BERBEGLIA: Sí, una digna de tener en cuenta, hace ya muchos años, en el mes de
enero, a las orillas del río Cosquín,
en la provincia de Córdoba. Me encontraba en un campamento, con mis compañeros
estudiantes universitarios de la Facultad de
Filosofía y Letras, cuando se desató un temporal nocturno que hizo salir de
cauce al río. A la mañana siguiente las aguas ya habían regresado al lecho
habitual, aunque en algunas oquedades restaron charcos.
En uno de
esos charcos, que se estaba vaciando porque las aguas se dispersaban, había un
pescadito de tamaño menor que un dedo que se debatía, desesperado, porque se le
iba acabando el elemento donde sobrevivía.
Procedí a
ponerlo entre mis manos en un cuenco con algo de agua y depositarlo en el río
propiamente dicho, donde ya no correría riesgo de asfixia alguna...
¡De no creer!
En vez de alejarse río adentro se quedó un buen rato dando vueltas entre mis
dedos, desde el momento que no saqué la mano del agua, como agradeciéndome que
le hubiera salvado la vida, me los rozó una y otra vez y solamente se
alejó al yo retirar mi mano de las aguas.
¡Si esa
actitud no fue consciente que se la cuenten a la caterva de cuantos todavía se
dan el lujo de ignorar la existencia de una mente animal, más valiosa que la de
los políticos, economistas, jueces o milicos corruptos que mantienen a la
humanidad en el estado lamentable que le conocemos!
30: ÁNGELA GENTILE: Preguntás si podría contar alguna situación
irrisoria y pensando en alguien de la literatura, me surgió lo que me pasó
con Umberto Eco.
Viajé desde
la ciudad de La Plata a Buenos Aires, enviada por el Instituto de Cultura
Itálica, cuya vicedirectora en aquel momento era Haydée Bencini, directora del
programa “Caffé Ristretto”, que se emitía por Radio Universidad y de la
Revista “Dall´Italia 2000”. Fui con dos grabadores. Logré llegar a Eco (detrás
del escenario del teatro) y justo empezaba la conferencia, así que permanecí en
silencio absoluto hasta que finalizó y le pude formular algunas preguntas.
Todos querían hablar con él, por supuesto. Pero me había olvidado de activar el
grabador, donde debía registrar su saludo para radio Universidad de La
Plata. Entonces lo seguí llamando: -Maestro,
maestro, mi scusa! Se da vuelta y me dice: -Un´altra volta Lei! -se ríe y me invita con un gesto a acercarme.
Le expliqué que me había olvidado de pedirle el saludo para la radio y lo
realiza muy bien predispuesto. Luego me autografía “Opera aperta”, me escribe su dirección postal (porque le había
comentado sobre una adaptación que había efectuado sobre “Le lenti di fra Guglielmo” para usarlo en mis clases) y me dice: -Mi scriva! voglio leggerlo! Y un 21 de
enero me envió una carta con la respuesta.
31:
MARCELO DUGHETTI: En 1997 me habían invitado
a coordinar un taller de poesía en una cárcel. Se trataba de una jornada donde
confluirían diversas expresiones artísticas en talleres para los internos. Con
tremendo temor a cometer torpezas en las cuales me perfecciono día a día, me
fui en bicicleta hasta el penal. Me acompañaba un perro chusco que siempre me
esperaba a la puerta de casa y descargas eléctricas de una incipiente
tormenta que le arrugaba el hocico al más pintado. El penal es como un
buque ominoso y, por supuesto, opresivo, encallado en las afueras de mi ciudad.
Abrieron las puertas los guardias y también las cerraron: odio el sonido de las
puertas al cerrarse. Más o menos se calculaba un tallercito de 40 minutos que,
combinado con los otros talleres de pintura, artesanía, música y
maquetismo, harían las delicias de los hombres y mujeres privados de su libertad.
Cerraría el evento una banda municipal que interpretaría algunos temas de los
más influyentes en la pampa gringa: por ejemplo, “¿Quién se ha tomado
todo el vino?” de Carlos “La Mona” Giménez. No había, en principio, nadie
de la escuela que me recibiera, nadie de la biblioteca del penal, ninguno de
los directivos. Pensé que los oficiales o personal subalterno estaría
enterado, pero no.
Nuestra cárcel es un cuadro cerrado con torres de control, pero que
vista desde arriba semeja una torre de departamentos, desde luego, a lo Dante,
como un averno invertido. Bueno, para sintetizar, tampoco llegaron los
otros talleristas y la cosa se puso heavy. Aparecieron las autoridades, el
director ordenó continuar con los talleres que ahora se habían
reducido solo a uno y que por la afluencia de personas se haría en la
capilla abandonada del penal. Público cautivo, nunca mejor dicho. Yo nunca
había tenido tanta concurrencia en un taller. Pusieron hombres de un lado,
mujeres del otro y guardias hasta los dientes. En ese contexto la
poesía no quería salir de su cueva ni que le pegaran palos. El taller
derivó en una charla, y en una charla entre un pichi que al lado de los internos
era un niño de cinco años, personas repletas de experiencias de vida dura
y traumática. Finalizando la charla fue el desastre, el sumun de mi torpeza,
porque animado por el contexto de capilla y recordando lo que decía un
viejo cura, se me dio por decir “Bueno,
gente, pueden ir en paz, los dejo libres”. Todos se largaron a reír a
carcajadas por la frase y la contestación de una de las reclusas: “Debés ser el único que nos deja
libres”. Las risotadas fueron como un coro de ángeles que, como una atmosfera redujo
presión y hasta los más fieros guardias esbozaron una sonrisa por la ocurrencia
del peor tallerista que jamás hubiera pisado el infierno.
32: NORMA
ETCHEVERRY: En un número del
año 2010, de “Facundo”, aquélla buena revista dirigida por escritores de
Rosario, salió un dossier titulado “La Plata de los poetas”. No tenía que ver
con el dinero, claro, sino con los poetas de nuestra ciudad capital, La Plata.
El dossier incluía sendas entrevistas a Néstor Mux, a César Cantoni, y a
Gustavo Caso Rosendi, y se plasmó en casa de éste último a instancias de
Sebastián Riestra. Recuerdo que esa noche fui invitada pero no pude ir, y
ellos, generosos, me incluyeron a su manera: en un apartado titulado “La
hermandad de la uva” se mencionaba que algunos poetas platenses se juntaban
para compartir libros, lecturas, y también botellas de vino tinto. Y en esas
líneas dejaban sentado que la tertulia no era exclusivamente masculina, sino
que solía acompañarlos la que suscribe. Recuerdo que me agradó esa forma tan
particular de tenerme en cuenta, casi de igual a igual si lo medía con la vara
de género, aunque consciente de que el mérito me acercaba peligrosamente al
borde de una condición etílica no tan feliz, pero exquisitamente valorada si
tenemos en cuenta aquél dicho que le adjudican a Horacio: “No sobrevivirán los versos escritos por bebedores de agua”. Aún
guardaba en mi memoria otra anécdota que también tiene su origen en el vino, pero
ocurrida muchos años antes. En aquélla ocasión fue Néstor Mux quien me había
invitado a casa de José María Pallaoro, a quien yo no conocía, “a comer unas
empanadas y hablar de poesía” -me dijo-, por lo cual, me pareció atinado llegar
con un presente y qué mejor que una botella de vino. Confieso que entonces no
sabía de vinos y compré de pasada una marca que me avergüenza nombrar. Cuando
entré a la casa lo primero que vi fue una bodeguita preciosa con un montón de
botellas de buen nombre, empezando por el modesto y noble López, que suele
revocar más de una cuenta. Luego, me pregunté qué pensaría el dueño de casa de
mí, y sólo había dos opciones: o yo no sabía nada de vinos o era muy borracha…
no sé qué era mejor. Pero, habiendo pasado los años y también los ríos de tinta
y los de vino, ese gesto de los “varones de la poesía” en la revista “Facundo”
resultó para mí como cancelar una deuda íntima, puesto que esa amable inclusión
saldaba mi ignorancia y me restituía la magia de que el vino es parte de la poesía,
como ya sabrían los griegos y particularmente Horacio.
33: LUIS COLOMBINI: Estando en el inicio de la preparación
de una obra de teatro, donde se lee primeramente el texto entre todo el grupo,
y estando todos sentados alrededor de una mesa, encuentro en uno de los
bolsillos de mi abrigo la manivela plástica para levantar el vidrio del Dodge
1500 que yo tenía en esa época. No sé por qué motivo (concentración,
expectativa desmedida), me encontré mordiendo la parte giratoria y haciendo
girar lentamente la manivela sin tener presente que soy un hombre de barba y
bigote. Al tercer giro empecé a notar que el labio superior empezaba a
estirarse y el dolor a tornarse un poco inaguantable. Entonces pensé que los
giros iniciales habían sido en el sentido opuesto a la dirección de las agujas
del reloj; “sabiamente” me dije: ahora vamos a darle en el sentido del reloj. A
todo esto, sólo se escuchaban las voces de los actores leyendo el texto.
Comencé a transpirar, el dolor, inaguantable, y yo como un idiota con un
remolino de pelos atorando la manivela del Dodge 1500. No tuve más remedio que
pegar un grito de auxilio. Escena 1: Todos mirándome con el artefacto
colgando de mi cara. Escena 2: Yo corriendo buscando una tijera que me
aliviara.
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