Tuesday, June 7, 2022

Revolución, partido, proletariado (reflexión preliminar)

 Jorge Etcheverry Arcaya


Lecturas y acontecimientos me llevan a plantearme algunas breves interrogantes respecto a los partidos y procesos revolucionarios y su sujeto o destinatario, interrogantes cuy intento de respuesta iniciaré en esta primera entrega, mediando el compromiso formal del editor de no censurar o alterar mis textos.


En primer lugar un partido revolucionario es un instrumento de praxis política estratégica y táctica. No es un partido puramente electoral, como los demás partidos en una democracia burguesa ni están destinados entonces a una pura pugna electoral—esto ya descalifica a una buena parte de los partidos progresistas o socialistas no sólo en América Latina sino en todo el mundo. A menos que el partido en cuestión defina a la así llamada ‘vía electoral’ como la única posible y adecuada y restrinja a ese marco su actuar político. Pero sólo podrá ser un partido u organización revolucionaria en la medida en que acepte como supuesto que un logro del poder electoral abre las puertas al ejercicio casi irrestricto del poder político, militar y económico que supone ese cambio radical de sistema económico y social que se denomina ‘revolución’. Que por otra parte no tiene porqué ser un cambio súbito. Es posible al menos teóricamente que la acumulación de alteraciones hacia un cambio radical—elemento cuantitativo—pueda en algún momento hacer que el ‘estado de cosas’ experimente un salto cualitativo. En esa concepción expresa o tácita, dicho sea de paso, se basan las estrategias y programas así llamados ‘reformistas’ y de la ‘revolución por etapas’. Pero de alguna manera al momento de presentar ante las bases potenciales la alternativa de una revolución por etapas versus una revolución rupturista y súbita que cambie de la noche a la mañana el sistema, o lo invierta, los sectores más dinámicos serán más proclives a seguir el mito de la revolución violenta y radical, una especie de Armagedón, de Conflicto de los Siglos, como lo denomina la mitología escatológica adventista, ese combate definitivo entre las fuerzas reaccionarias de Mal y de la revolución, del Bien, que suprimirán las injusticias e inequidades de una vez y para siempre, haciendo de la tierra en paraíso. A lo largo de la historia, las revoluciones planteadas de esta última manera son las que han conseguido ‘movilizar a las masas’ y desafiar al sistema y derrotarlo, aunque sea temporalmente mientras no cambien los marcos socioeconómicos globales que las posibilitaron. Así, pareciera que la formulación del proyecto revolucionario pudiera ser un disparadero para la concreción de la revolución o de un recurso político en ese sentido.


Pero entonces—y nada de esto es nuevo—¿en qué queda la determinación social de las ideas, la primacía de la infraestructura sobre la superestructura, lo real que determina la conciencia, y no a la inversa?. En el marxismo hay una contradicción insoslayable entre la interpretación de la historia que estaría determinada por una base material y social que guía sus avatares, por un lado, y la práctica (praxis), que encarnada en partidos y organizaciones revolucionarias lleva hasta el máximo el espectro del accionar político y ejercita la posibilidad de operar desde la superestructura hacia la base material. Así, los análisis de coyuntura de los partidos que se consideran y tienen tradición marxista oscilan entre el seguimiento de las alternativas de las actuaciones de líderes y grupos, alabando a unos y denostando a otros según su posicionamiento en el tablero del conflicto de que se trate, y el análisis de las condiciones socioeconómicas, el desarrollo de las fuerzas productivas, la correlación de fuerzas, etc. Se puede afirmar que casi en cada documento y pronunciamiento de los partidos y organizaciones marxistas tradicionales es posible advertir el juego, la separación y el intento de equilibrio de estas dos tendencias opuestas. A veces el partido establece una estrategia que teóricamente sigue la evolución del desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción y —no creo que mucho en la actualidad—trata de reflejar en su programa esa evolución de modo en modo de producción que habrá de desembocar inevitablemente en el socialismo y luego en el comunismo, momento en que la revolución guiada por el partido sería la suave partera de un proceso que se habría venido gestando desde el comienzo mismo de la historia. Otras veces se privilegia el accionar del grupo o clase ‘detonante’, del partido profesional de cuadros cuyo accionar puede desencadenar y guiar un proceso revolucionario cuyo requisito básico es la existencia de contradicciones socioeconómicas agudas. Así se desemboca en lo que la otra tendencia denomina el ‘voluntarismo’, pero que del que no se encuentra totalmente libre, ya que en general una institucionalidad fruto de una revolución desembocará—por lo menos así ha pasado históricamente—en un culto más o menos intenso a la personalidad de un líder más o menos infalible que opera en la sociedad y la historia.


El partido es la vanguardia de la clase proletaria, que a su vez puede denotar a diversos grupos sociales—a pesar de los obrerismos o populismos que quisieran un ‘proletariado esencial’ para llamarlo de alguna manera, básicamente constituido por los obreros asalariados fabriles, los obreros agrícolas, en cualquier momento y lugar. O por los ‘pobres del mundo’. En su origen conceptual marxista el proletariado se define más bien por su posición respecto a una contradicción, una oposición, como el extremo último de la apropiación enajenatoria, que a fuerza de serlo pasa a convertirse en la negación potencial del orden social, o ‘sistema’ que en definitiva se levanta sobre él. Al sustituirse el proletariado a esta relación material y de poder, el orden anterior se derrumba. Así, el proletariado se define por su capacidad de negación del orden económico, social y cultural. Así se puede afirmar que puede perder ‘sólo sus cadenas’. El proletariado carecerá entonces, entre otras cosas, de una cultura y una sociabilidad en un sentido positivo, ya que de la misma dimensión total de su despojo, de su no ser, o de su ser como negación es desde donde surge su capacidad revolucionaria de negar el orden de cosas imperante. No deja de ser curioso, sin embargo, que en esa creación de gabinete que se llamó—y se llama, ya que permanece con poca variación en la mayor parte de la producción artística popular—el realismo socialista, se representa esta contradicción, ya que la atención está puesta en la representación de la realidad social y su narrativa, pero actuada o representada por figuras heroicas, míticas.


Es pues, en este contexto donde cabe definir el grupo, clase, estamento, etc., que será el motor y sujeto del proceso revolucionario, el ‘proletariado’ y decidir así mismo si es por su eventual productividad revolucionaria o por otras características que se determinará este proletariado. En el primer caso lo que importará será la capacidad del colectivo para desencadenar el cambio revolucionario y posteriormente implementarlo. Ahí puede decidirse si se trata del campesinado, un sector etnocultural determinado, la población total de un país en situación colonial o neocolonial excluyendo a su burguesía dependiente, aunque no siempre. Una clase detonante, como la pequeño burguesía urbana, el clásico proletariado industrial del primer comunismo, etc. El otro aspecto de la decisión conlleva escoger a ese colectivo en términos de ser el mayor beneficiario del proceso en tanto sujeto a una carencia o privación o desventaja radical que la revolución vendría a corregir, eliminando de paso las trabas y carencias de la población en general—el universalismo de la revolución. Queda en claro que no se trata siempre de elecciones totalmente conscientes o programadas, aunque sean siempre programáticas, ni que sean mutuamente excluyentes. Por el contrario, en la mayoría de los casos se trata de una situación aleatoria que combina a ambos aspectos, que tienen que hacerse coincidentes en mayor o menor medida, siendo la situación ideal aquella en que el colectivo por así decir ‘beneficiario’ del proceso revolucionario es a la vez su sujeto.


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