Jorge Etcheverry Arcaya
Lecturas y acontecimientos me llevan a
plantearme algunas breves interrogantes respecto a los partidos y procesos
revolucionarios y su sujeto o destinatario, interrogantes cuy intento de
respuesta iniciaré en esta primera entrega, mediando el compromiso formal del
editor de no censurar o alterar mis textos.
En primer lugar un partido revolucionario es
un instrumento de praxis política estratégica y táctica. No es un partido
puramente electoral, como los demás partidos en una democracia burguesa ni
están destinados entonces a una pura pugna electoral—esto ya descalifica a una
buena parte de los partidos progresistas o socialistas no sólo en América
Latina sino en todo el mundo. A menos que el partido en cuestión defina a la
así llamada ‘vía electoral’ como la única posible y adecuada y restrinja a ese
marco su actuar político. Pero sólo podrá ser un partido u organización
revolucionaria en la medida en que acepte como supuesto que un logro del poder
electoral abre las puertas al ejercicio casi irrestricto del poder político,
militar y económico que supone ese cambio radical de sistema económico y social
que se denomina ‘revolución’. Que por otra parte no tiene porqué ser un cambio
súbito. Es posible al menos teóricamente que la acumulación de alteraciones
hacia un cambio radical—elemento cuantitativo—pueda en algún momento hacer que
el ‘estado de cosas’ experimente un salto cualitativo. En esa concepción
expresa o tácita, dicho sea de paso, se basan las estrategias y programas así
llamados ‘reformistas’ y de la ‘revolución por etapas’. Pero de alguna manera
al momento de presentar ante las bases potenciales la alternativa de una
revolución por etapas versus una revolución rupturista y súbita que cambie de
la noche a la mañana el sistema, o lo invierta, los sectores más dinámicos
serán más proclives a seguir el mito de la revolución violenta y radical, una
especie de Armagedón, de Conflicto de los Siglos, como lo denomina la mitología
escatológica adventista, ese combate definitivo entre las fuerzas reaccionarias
de Mal y de la revolución, del Bien, que suprimirán las injusticias e
inequidades de una vez y para siempre, haciendo de la tierra en paraíso. A lo
largo de la historia, las revoluciones planteadas de esta última manera son las
que han conseguido ‘movilizar a las masas’ y desafiar al sistema y derrotarlo,
aunque sea temporalmente mientras no cambien los marcos socioeconómicos
globales que las posibilitaron. Así, pareciera que la formulación del proyecto
revolucionario pudiera ser un disparadero para la concreción de la revolución o
de un recurso político en ese sentido.
Pero entonces—y nada de esto es nuevo—¿en qué
queda la determinación social de las ideas, la primacía de la infraestructura
sobre la superestructura, lo real que determina la conciencia, y no a la
inversa?. En el marxismo hay una contradicción insoslayable entre la
interpretación de la historia que estaría determinada por una base material y
social que guía sus avatares, por un lado, y la práctica (praxis), que
encarnada en partidos y organizaciones revolucionarias lleva hasta el máximo el
espectro del accionar político y ejercita la posibilidad de operar desde la
superestructura hacia la base material. Así, los análisis de coyuntura de los
partidos que se consideran y tienen tradición marxista oscilan entre el
seguimiento de las alternativas de las actuaciones de líderes y grupos,
alabando a unos y denostando a otros según su posicionamiento en el tablero del
conflicto de que se trate, y el análisis de las condiciones socioeconómicas, el
desarrollo de las fuerzas productivas, la correlación de fuerzas, etc. Se puede
afirmar que casi en cada documento y pronunciamiento de los partidos y
organizaciones marxistas tradicionales es posible advertir el juego, la
separación y el intento de equilibrio de estas dos tendencias opuestas. A veces
el partido establece una estrategia que teóricamente sigue la evolución del
desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción y —no creo
que mucho en la actualidad—trata de reflejar en su programa esa evolución de
modo en modo de producción que habrá de desembocar inevitablemente en el
socialismo y luego en el comunismo, momento en que la revolución guiada por el
partido sería la suave partera de un proceso que se habría venido gestando
desde el comienzo mismo de la historia. Otras veces se privilegia el accionar
del grupo o clase ‘detonante’, del partido profesional de cuadros cuyo accionar
puede desencadenar y guiar un proceso revolucionario cuyo requisito básico es
la existencia de contradicciones socioeconómicas agudas. Así se desemboca en lo
que la otra tendencia denomina el ‘voluntarismo’, pero que del que no se
encuentra totalmente libre, ya que en general una institucionalidad fruto de
una revolución desembocará—por lo menos así ha pasado históricamente—en un
culto más o menos intenso a la personalidad de un líder más o menos infalible
que opera en la sociedad y la historia.
El partido es la vanguardia de la clase
proletaria, que a su vez puede denotar a diversos grupos sociales—a pesar de
los obrerismos o populismos que quisieran un ‘proletariado esencial’ para
llamarlo de alguna manera, básicamente constituido por los obreros asalariados
fabriles, los obreros agrícolas, en cualquier momento y lugar. O por los
‘pobres del mundo’. En su origen conceptual marxista el proletariado se define
más bien por su posición respecto a una contradicción, una oposición, como el
extremo último de la apropiación enajenatoria, que a fuerza de serlo pasa a
convertirse en la negación potencial del orden social, o ‘sistema’ que en
definitiva se levanta sobre él. Al sustituirse el proletariado a esta relación
material y de poder, el orden anterior se derrumba. Así, el proletariado se
define por su capacidad de negación del orden económico, social y cultural. Así
se puede afirmar que puede perder ‘sólo sus cadenas’. El proletariado carecerá
entonces, entre otras cosas, de una cultura y una sociabilidad en un sentido
positivo, ya que de la misma dimensión total de su despojo, de su no ser, o de
su ser como negación es desde donde surge su capacidad revolucionaria de negar
el orden de cosas imperante. No deja de ser curioso, sin embargo, que en esa
creación de gabinete que se llamó—y se llama, ya que permanece con poca
variación en la mayor parte de la producción artística popular—el realismo
socialista, se representa esta contradicción, ya que la atención está puesta en
la representación de la realidad social y su narrativa, pero actuada o
representada por figuras heroicas, míticas.
Es pues, en este contexto donde cabe definir
el grupo, clase, estamento, etc., que será el motor y sujeto del proceso
revolucionario, el ‘proletariado’ y decidir así mismo si es por su eventual
productividad revolucionaria o por otras características que se determinará
este proletariado. En el primer caso lo que importará será la capacidad del
colectivo para desencadenar el cambio revolucionario y posteriormente
implementarlo. Ahí puede decidirse si se trata del campesinado, un sector
etnocultural determinado, la población total de un país en situación colonial o
neocolonial excluyendo a su burguesía dependiente, aunque no siempre. Una clase
detonante, como la pequeño burguesía urbana, el clásico proletariado industrial
del primer comunismo, etc. El otro aspecto de la decisión conlleva escoger a
ese colectivo en términos de ser el mayor beneficiario del proceso en tanto
sujeto a una carencia o privación o desventaja radical que la revolución
vendría a corregir, eliminando de paso las trabas y carencias de la población
en general—el universalismo de la revolución. Queda en claro que no se trata
siempre de elecciones totalmente conscientes o programadas, aunque sean siempre
programáticas, ni que sean mutuamente excluyentes. Por el contrario, en la
mayoría de los casos se trata de una situación aleatoria que combina a ambos
aspectos, que tienen que hacerse coincidentes en mayor o menor medida, siendo
la situación ideal aquella en que el colectivo por así decir ‘beneficiario’ del
proceso revolucionario es a la vez su sujeto.
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