Jorge Etcheverry Arcaya
El hombre se detuvo en la esquina. Puso la mano encima de las cejas, formando una visera. Al principio la calle se veía desprovista de todo movimiento, hasta donde le alcanzaba la vista. Pero esa primera impresión de las calles desiertas es siempre igual. Uno percibe primero un enorme silencio. Es más adelante que se comienzan a sentir pequeños ruidos casi imperceptibles, carreritas sofocadas, rasguños, algo así como el rumor de una infinita conversación ininteligible y remota. Luego mirando hacia la inmovilidad, la habitual apariencia de los espacios no transitados dejaba paso a una incierta pululación: Miríadas de puntos agitándose, un poco más obscuros que la calle en el crepúsculo. "Es la hora de los ratones", musitó. Pensó que iba a ttener que desandar un poco el camino, para volver cerca de lugares habitados por gente, y recomenzar la marcha al día siguiente. La cuerda que sostenía el bolso casi se le hincaba en la carne del hombro. El bolso le golpeaba la cadera con cada paso que daba. Metió la mano en el otro bolso inventariando papas y cebollas. Tomó una papa semicocida, fría, y la despo jó de su cáscara sintiendo cómo el harinoso contenido se desmenuzaba parcialmente entre sus dedos. Sacó la pulpa restante y se la echó a la boca, lamiendo después la parte interna de la mano, la palma y los dedos.. Luego se limpió los dedos en el costado del grasiento saco. Echó una última mirada. Ahora el desplazamiento de los ratones en la calle delante de él se notaba claramente. Y el zumbido, entremezclado de chillidos, era ominoso. Como el bordoneo de las moscas en torno a un cadáver, si se escucha de cerca.
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