Jorge Etcheverry Arcaya
El hombre miraba todo con resentimiento, echado en el vano de una puerta, tendido en posición casi horizontal. Especialmente a esos dos viejos, que pasaban. Los viejos, era cierto, sentían menos el frío, algunos de ellos sabían escribir, y, se aseguraba, leían a escondidas. Pero no era que sintieran menos el frío porque leyeran, o escribieran, como sostenían algunos afiliados a los grupos, tratando de llevar agua a su molino, como decían los viejos (¿Qué era un molino?). Aunque la mayoría de los viejos no sabían escribir, y preferían no hablar en lo posible de esas cosas, aunque las frases que se cruzaban a veces entre ellos, cuando se encontraban y se conocían, parecía que estaban llenas de alusiones incomprensibles. En cuanto a él, si no lograba recobrarse, se iba a pasar el día entero mareado, yendo de acá para allá, como otras veces, sin poder criar la fuerza necesaria para una caminata que lo llevara a lugares con más ruinas, más altas, con sótanos donde yacer, donde abrigarse. Se pasaría tendido la mayor parte de los días, procurando obtener unas cebollas, una papas, hasta lograr recuperarse. Es claro que siempre quedaba el recurso de la carne de rata, pero existía siempre el riesgo de apestarse, y morir, o ser expulsado por los bastones de los vecinos, hasta el límite del barrio, con la garganta y las axilas llenas de tumores, para quizás ser devorado aún vivo, por las ratas. Aquel que se alimentaba de ratas, decía el dicho, terminaba comido por las ratas.
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