Gamalier Bravo
Jorge Etcheverry Arcaya, avecindado en Canadá desde
1975, perteneció a una generación que se autopercibía perdida, la de los
recambios culturales y las posturas revolucionarias. Aquella que empezó desde
las ramas para llegar al árbol, al adentrarse en la literatura de Estados
Unidos. Desde Allen Ginsberg a Ezra Pound, con ese inmenso tronco fuerte de
todo cambio real que es T.S. Eliot, del que Etcheverry se declara admirador y
al que revisita en sus trabajos poéticos cada vez que debe. Lo mismo ocurre con
Parra, pero hay que ser cuidadoso; no es que el autor se convierta en uno de
aquellos poetas del coloquio manierista y puta madre, como quienes creyeron
haber descubierto la pólvora con el chillanejo; no, muy por el contrario, aquí,
en este libro Orejas y vanguardias,
el enfrentamiento es de tú a tú. En “Otra de Parra” al parafrasear el slogan
del autoproclamado “antipoeta”, dice: “… el lector tiene la última
palabra/Esperemos esa anécdota/que puede ser un chiste/una consigna/una corrida
de mano/a las playas de la zona central”. Justa requisitoria, porque el que
vence en la ironía (aquella forma retórica que ya nadie entiende) es
Etcheverry, quien da por el suelo con el centenario peso pesado (de una
competición más que arreglada). Aunque, seamos claros: en este libro el autor
también habla con Kafka, desde el engaño de hacernos creer que se refiere a él
de alguna forma indirecta: “Pero me consuela pensar/que Kafka hizo un
cuentazo/con una situación como esta”. Con Mina, personaje eje en la obra de
Bram Stoker, asumiendo la voz del inmortal que se pierde en su propia paradoja
de no haberse atrevido a constatar su reflejo, como la mayor broma macabra:
“luego de hollar infinitos caminos/te puedo decir/que solo hay un vampiro/que
aparece en los espejos”. Y con Neruda, en un bello homenaje y salida de madre, que
es lo mejor que se le puede hacer a quien se respeta y admira; en “Aviario”:
“Perdóneme Don Pablo/la osadía/de incurrir en este tema/de su Arte de pájaros/la culpa es suya/por
haber tratado/entre otras cosas/esos temas esenciales/de nuestro ser/de nuestra
geografía”. Otra de las situaciones interesantes que tiene esta obra es la
aclaración estética declarada del autor; por ejemplo, en “Poética”: “Dotado aún
de buena memoria/Captador rápido e instantáneo de detalles y
atmósferas/Cualidades que llevan al hastío en un hábitat/de elementos
limitados/esas dotes o virtudes se le convertían en un cepo”. O “Poesía”: “Ese
género/Que nos decían era para expresarse/¿de qué estamos hablando?/Con todas
esas canciones, videos/las posteadas en el Facebook en Twitter/En las así
llamadas redes sociales”. Donde Etcheverry se rebela a la ultrajante tarea de
ser un poeta conocido más que reconocido. Porque a las vanguardias, a las
viejas y queridas vanguardias, hay que ponerle orejas, como bien advierte el
autor. Tradición y vanguardia, meta que ya declarara en esta guerra
interminable Pablo de Rokha al publicar Los
gemidos, hace más de cien años. Jorge Etcheverry se escapa, valientemente,
del poema narrativo y simplón, algo que se ha enquistado en Chile
lamentablemente desde hace más de setenta años. La risa que nos producen sus
versos no son las del chistecito institucionalizado, sino la del humor en su
más alta acepción; aquella risa que el propio Baudelaire describiera en un
ensayo sobre la caricatura y su efecto en la masa que se cree desentendida. Es
decir, emoción que unas veces se exalta y otras se contiene en la más pura
reflexión; la estética de lo sensible, como planteara el autor de Les fleurs du mal. En Chile pocos lo
hicieron; quizás Alfonso Alcalde tenga la misma capacidad de llevarnos a estos
estados de intromisión estética desde lo más sensible, continuando con este
juego de autopercepciones, aunque yo creo que en el autor de La Crista esto obedecía más a la honesta
definición (otra de esas palabras que actualmente hacen mirar al techo a los
predeterminados) ya que Alcalde se refería a sí mismo como un “vecino”. Jorge
Etcheverry Arcaya parece estar recordándonos esa cercanía en todo momento, a
pesar de encontrarse al otro extremo del Continente. En todo caso, como bien lo
dice en este libro: “Me embarga la vergüenza de sacar mis trapitos al sol/Si la
poesía no sirve para esto/mejor me jubilo de veras”.
Gamalier Bravo