Rolando Revagliatti
De Rebecca, Una Mujer Inolvidable, el castillo después del incendio.
Acción en todo el predio. Nuestros personajes memorizaron —algunos— sus
parlamentos. Hay de los que jamás farfullarán. Incluso un gran puñado no habrá de
darse a conocer. Apenas se humedecen cuando diluvia, y las espectrales ruinas
no son escondite. Advertimos sobre la conveniencia de aspirar a la aprehensión
sintetizadora. Hallaréis acaso humor y descrédito; perspicacia y barullo;
fundamentalmente, espejismo. Acaso.
—Mis amigos: en esta escena
nos diferimos: para más luego, para otra etapa.
Es de gran estatura, pero no
soberbia; es pura, pero no ignorante; sus pestañas son largas, pero no tupidas.
Belígera, en ocasiones. Ríe y se desgrana. Ofertaría sus incontables suspiros a
sucesivos postores; y a postores para toda la vida. No es todavía de noche.
—Debo enfatizarlo: tengo un
entripado. De no ser así no estaría acá. Con ustedes. Resquebrajándome.
Se pasa la lengua por el labio
superior.
—Se me murió el poeta. A él
fui prometida. Obsequio y musa. No logró captarme como sí otros hombres. Y como
las damas. Muy bajo en el ranking mi poeta. Versos menudos, hálito íntimo.
Flaco, clásico.
Sus manos unidas en el ramo de
novia.
—Él no vino: se me murió. Y me
mandaron sola. Me arrasaron sin forcejeos. Ataviada. Hubo emoción. Contenida.
¿Por qué nosotros, por qué ahora, por qué aquí?... Los designados. El ser
visuales pronuncia el desafío. Señan con una caricia.
Su vestido: es de cola.
—Encuentran abiertas las
ventanas o se arraciman. Soy el móvil. O bien, es preciso que lo sea.
Piensa. Solloza. Debajo de su
tocado.
—Mi belleza es una
confabulación. Paradigmática. Los menos, agonizan. Los escabulleron. Sustraídos
y depositados. Pasan letra o la olvidan. Aquí caímos de pie los sobremurientes.
Los imperecederos. Se adivina.
Piensa. Solloza.
—Tuve mis encantos laxos
cuando jovencita. Hubo contramarchas. Hoy es de un modo, pero mañana... Un
gigante triste mi mamá. Un gigante triste en su cumpleaños.
El Hada Madrina no está lejos.
Indescriptible a simple vista. Procura aprender un libreto. Nadie distinguiría
las frases que desacomoda, que trueca, que zangolotea.
—“El drama de lo monocorde. ¿Y
qué del drama de lo monocorde?... Mi hermana me dio el ultimátum, mi maestro se
distrae, mi amante me dejó.”
Repite. Dos veces.
—“No soy lo que se espera de
mí. ¿Quién es lo que se espera, quién lo logra?”
Memoriza sin voz. Hojea
nerviosamente. Se sienta sobre una roca.
—“Sé que me dilapidan
invocándome. Sabemos hasta un punto. Hasta un punto final.”
Repite varias veces (como al
“padre nuestro” o al preámbulo de la Constitución).
—“Si no nos atuviéramos sería
aún espantoso. El desgarramiento. El desgarramiento. El desgarramiento.”
Repite leyendo. Así como:
—“En efecto, soy quien supone.
Admitiré errores y poderíos. Me esfumaré sin lágrimas. Elusiva, muy elusiva.
Permitiré que me restañe. No cejaré en mi propósito, si lo tengo. Alucinaré,
abdicaré. Me constituyo en cada sílaba. Argucia mínima, apretada. El rey
asomará y asombrará. Bello como una bandada. Límite para los circunflejos.
Tremolantes los enormes senos de La Monja. Los míos en paz. Los enormes,
incandescentes. Ahora, beben. Pero los míos, nunca.”
Subido a un árbol, contempla
Otelo las estrellas. Se organiza, siempre se organiza. Su vozarrón estremece.
Cuelga de sus vestiduras una larga y lacia peluca blonda.
—¡Ay, qué solos se quedan los
vivos! ¡Qué vacilantes, con tanta mocha reciedumbre! ¡Con tanta descomedida
lucidez!
Canturrea:
—“Un Antonio me miró
y un José y un Rafael...”
Sigue:
—¡Qué impávidos, qué solos se
quedan! Apelmazados, estoicos. Transliterados.
Colinas, inútil terciopelo.
Un mástil, al que se halla
atado por una pata, El Pato Salvaje de Ibsen. Con un cable telefónico.
La Novia posa para cámaras
fotográficas imaginarias. Estornuda. Arregla su atuendo. Maldice inaudible.
Shakespeare, descalzo. Se
despereza. Corretea seiscientos metros hasta donde ha dejado su calzado, en la
entrada de la finca. Simula sorpresa al encontrar una bicicleta de carrera
(turquesa) al lado de su calzado. Soba a la bicicleta. Retorna cansino a la
espesura. Simula dormir. Duerme. Se despabila. Se despereza. Corretea hasta
donde ha dejado su calzado. Simula sorpresa al encontrar la bicicleta. La soba.
Retorna cansino. Simula dormir.
Personaje de Schiller: más de
un cartelito indica: “Personaje de Schiller”. Denota desorientación. Se saca y
pone los cartelitos. También sus prendas.
—Soy los hombros de
Wallenstein. Los dedos de Amalia de Edelreich, pero, de ningún modo su paladar.
El brío y la intemperancia de... Presunto desdichado, romántico y autocompasivo.
Teme a los rayos.
—Temo a los rayos, a la ira.
El Hada Madrina fuma y tose.
Los pómulos con esparadrapo.
El Pato Salvaje de Ibsen
tironea del cable, lo muerde.
La Novia ha ido descangayándose.
Orina creída que lo hace para admiradores.
Shakespeare infla las
cubiertas de la bicicleta. Silba. La monta y da vueltas complacido, cabellos al
viento. Tiene hambre.
Landrú y La Monja,
despatarrados. Una mano de Landrú, debajo de las faldas de La Monja. Palpa.
Otelo palpa su muserola en el
ñandubay. Sufre. Se aplica la peluca con esmero exquisito. Se posesiona.
Sacúdese, fusiónase. Pronto tendrá sueño.
La Novia ofrenda su ramo a
quienes la injurian. Se calman los injuriantes. La besan. La besan y se van.
A El Pato Salvaje de Ibsen le
sangran las encías. Traga.
Un corifeo escruta el anuncio
del periódico: paredes de una gruta. Pintura abstracta lo matiza. El corifeo no
es un lince. Y el periódico —dijimos— no es manuable: “Intelectual
rudimentario, aliancista, nada socrático, anhela mantener lazo con joven que se
emperifolle dentro de una gama estólida, no afrentosa, alerta a estímulos
discontinuos, sin embargo.” “Una Empresa hay que se dedica (la nuestra) a
subvertir (al destino sería presuntuoso) un cierto ordenamiento de lo fortuito,
dentro del campo del conocimiento entre aquellos cuyos proyectos de vínculo sea
la unión sexual.”
El Hada Madrina gesticula, se
rasca. Áfona se encamina hacia La Novia, hacia los animalejos que se dispersan
junto con lugareños, gnomos e infinitesimales. La Novia, exangüe, yace. El Hada
Madrina le alcanza su libreto. Áfonas gesticulan: macabro. El Hada Madrina,
febricitante, se zambulle entre las piernas de La Novia. La Novia se inclina.
Lee:
—“El drama de lo monocorde. ¿Y
qué del drama de lo monocorde?”
Lee gritando:
—“¡Mi hermana me dio el
ultimátum! ¡Mi maestro se distrae! ¡Mi amante me dejó!”
Magallanes es un recién
venido. Su simpatía, su exultación... ¿pueden criar adeptos? ¿Cree que es una
isla este paraje? ¿Es una isla? Formúlase interrogantes de variada incidencia
en la cotidianeidad. Lo trajo el mar. Perora. Lo hizo también al descender de
su barca, al aposentarse y reconocer la playa. La playa de juguete. Solázase
con la gratitud del vecindario. Trénzase con el rufián, con la doncella.
Siempre desde su plinto. Incrépase con tonsurados y correveidiles. Desgañítase
con las incorregibles, con los bufones. Adora la intemperie. Refriega su
prosapia a los empedernidos. Agente viajero.
—¿Qué es viajar? Viajar es
despejar. Desde el lugar común. O la frase: “Nos convendría despejarnos”.
Cuando a la aventura de la existencia le birlamos la aventura, no sólo la
aventura le birlamos. Hay otro desposeimiento, otro poseer. No se posee la
propia existencia si no se la arriesga. Si no se la recorre, si no se la mora.
Si no se la viaja, si no se la etcétera.
Landrú y La Monja duermen
despatarrados.
Otelo sueña que Shakespeare lo
come. Le pasa por arriba, y previamente deshuesado, con parsimonia, lo manduca.
Con todos los dientes y en su propia salsa. Ya no sufre, objeto de esa pasión.
Por delante del telón, El Personaje de Schiller,
ridículo oriflama.
—Únome a lo prístino de su
escepticismo. Y a lo prístino de aquélla... —señala a La Monja—, que no cesa de
dormir.
*
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