Jorge Etcheverry
Una señora ya bastante entrada en años que estaba barriendo la vereda corrió hacia la figura acurrucada en el suelo que aullaba. Al comienzo, fuera de los niños, no había nadie en la calle, pero al ratito empezó a juntarse gente. No tardó en llegar una ambulancia. Luego de tratar infructuosamente de estirarlo en una camilla, los enfermeros tomaron en vilo ese monolito de carne aullante y contorsionada y lo introdujeron al interior del vehículo, cerrando las puertas con un estruendo y con la pericia de una acción efectuada innumerables veces. La ambulancia se puso en marcha, acallando con su sirena el desagradable sonido ululante y animal de la voz que emanaba del cuerpo del paciente, para desaparecer en unos segundos por las anónimas calles de la tarde. La gente del barrio salió a sus cosas o simplemente a curiosear con la vista baja y la cara ladeada, como que trataran de evitar mirar algo inevitable que se yergue al frente. Quizás ese suceso les había recordado incidentes de tiempos ya idos, oficialmente y parece, pero que a lo mejor todavía se acurrucaban a la vuelta de la esquina, ya que nunca se sabía cuando la única regla de supervivencia en ese vecindario volvería a ser quizás, en caso de ciertas emergencias que no vamos a especificar, la rigurosa observancia de esa ley tácita "yo no he visto nada, yo no sé nada, a mí que me registren".
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