Jorge Etcheverry
Cada tarde, cuando empieza a anochecer, Penélope se levanta de ese banco en la estación y camina las tres cuadras que la separan de su casa. Mañana volverá al mismo banco, sobre el mismo andén, a la misma hora. Yo la veo pasar cada día a veinte metros de la puerta de la lavandería que da a la estación de trenes. Sospecho que hoy sucederá lo inesperado. Algo en el aire me dice que hoy alguien bajará del tren de las once y la sorprenderá. Hoy sucedió. El corazón me saltaba en el pecho. Atado por años a este trabajo en que me familiarizo con las prendas de esas niñas intocables, entre ellas las suyas, que al entregarme su ropa me revelan sus intimidades, me he convertido en una especie de voyerista, no tan sólo suyo. El día anterior ella había venido a la tintorería a buscar ese vestido trazado de encaje blanco e incrustado de sobria pedrería. Pude ver con el rabillo del ojo la llegada del tren, su breve parada en esta estación pueblerina en que no suben ni bajan pasajeros. Pero hoy, un hombre flaco e impreciso, desgarbado, con un estuche de guitarra, descendía de uno de los carros. Pero no quise mirar más.
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